Voy a ser sincero un momento: me dan mucho miedo las películas de miedo. Bueno, las de miedo no, que eso es una definición muy amplia: me dan miedo las películas de susto; lo paso mal, no me gustan, yo en el cine busco emociones agradables y no estar al borde de una taquicardia cada cinco minutos. Por otra parte, me encantan adoro, amo e idolatro las películas de terror; me río, son geniales, estimulantes y, generalmente, mucha mejor nota Metacritic que las de sustos (aunque eso vale entre poco y nada).
¿Qué significa esto? Básicamente, que para excusar mi cobardía tonta a la hora de enfrentarme a una película de miedo, he creado una distinción (que aplico yo, solo yo y nadie más que yo) entre las películas de susto y las películas de terror. Las películas de susto son las de los jumpscares, como el universo Expediente Warren o las de Paranormal Activity; las de terror son las películas de autor, con las que la crítica saliva y que se disfrutan porque no dan miedo, como Suspiria o Déjame Salir.
Pero, si no dan miedo, ¿por qué son de terror? Bueno, igual he mentido. Claro que dan miedo. No creo que a mucha gente se le ocurra calificar Suspiria de algo que no sea absoluto terror, o decir que La bruja es una obra costumbrista. Sin embargo, creo que hay una diferencia clave, y es a quién va dirigido ese terror: las películas de susto quieren que el espectador lo pase mal, mientras que las de terror buscan que sean los personajes los que sufran.
Podría abrir el melón del elitismo en el cine, cómo hay un cine comercial que atiende a la perfección a las necesidades (o deseos) del espectador y un cine independiente o de autor que no busca satisfacer; lo llamamos desafiar al espectador, pero en realidad lo que pretende es servir al propósito único del director como autor totalmente apático y desconectado del mundo que le rodea. El cine de susto es el único que trata de satisfacer al público, y por ende es el que termina triunfando en taquilla, independientemente de la calidad cinematográfica de las películas.
Más allá de saber qué vamos a encontrar en una película de susto, sabemos que saldremos satisfechos de ella (yo no, no las veo, no me gustan, lo paso mal, etcétera), mientras que una película de terror, aunque tenga todos los premios en todos los festivales y esté en la carrera al Oscar, siempre va a ser una lotería. Sé a qué voy cuando entro en la enésima entrega de Annabelle, pero no tenía ni idea de qué iba a pasarme con Hereditary (no me pasó nada, por desgracia).
Por otra parte, sí creo que existe una especie de tierra de nadie, un punto medio habitado por las películas en las que sabemos a qué vamos pero que no se preocupan en absoluto por su público: aquellas en que los personajes sufren de las formas retorcidas, y en consecuencia nosotros sufrimos. Aquí podemos contar la saga Saw (porque a mi no me da miedo de verdad, pero cuando pasa lo de la pierna…) o la recién estrenada Ghostland (y todo el cine de su director, Pascal Laugier; quien haya pasado por Mártires y vivido para contarlo sabe de lo que hablo).
En resumen, sí, me da miedo el cine de miedo. El de susto me asusta, y el de terror me entretiene, me divierte y me estimula emocional e intelectualmente. Pero, por mucho que valore este último, no dejo de sentir que mi distancia con sagas como Insidious, Sinister o la propia Paranormal Activity me hace perderme películas que están marcando la historia del cine comercial (que, al fin y al cabo, es la historia del cine; como cuando metemos el pie para ver si el agua está fría, primero probamos por lo más popular).