El otro día tuve el placer de poder conversar (esta vez en persona, gracias pandemia por esta pequeña tregua) con Pablo Maqueda, director del documental Dear Werner. El madrileño camina (y por lo tanto filma) él solo de Munich a París con el objetivo de imitar el itinerario que el cineasta Werner Herzog realizó también a pie en 1974 y cuyos pasos convirtió en palabras en su libro Del caminar sobre el hielo.
La película de Maqueda es una adaptación cinematográfica, un documental, una (auto)biografía, un manifiesto, un testamento y, sobre todo, una carta de amor. Todo en uno. Es un poema escrito con la historia de uno, la letra de otro y el sentimiento de ambos. Un precioso intento de salvar al cine y a sus apóstoles de una muerte que cada vez creemos más cercana.
— Munich —
PREGUNTA: Lo que más me gustó de tu película es esta capacidad que tiene de ser una carta de amor al cine desde otra carta de amor al cine, con una clara idea de relevo. ¿Por qué el destinatario de esta carta es Werner Herzog y no cualquier otro/a director/a?
PABLO MAQUEDA: Quiero darte otra respuesta, no la clásica. Yo fui a un colegio religioso y fui creyente. En el momento en el que empecé a perder la fe en Dios empecé a coger fe en cineastas. Para mí esas deidades eran los artistas, y Werner Herzog fue uno de los primeros. Creo que por su condición de cineasta más aventurero y más incansable, con más motivo aún. Para mí Herzog, aunque siga entre nosotros, está a la altura de Kubrick, Hitchcock o incluso Fassbinder, compañero de su generación aunque falleció joven. Es un cineasta mítico. El hecho de que siga vivo, haciendo cine y con esa vitalidad tan abrumadora como sigue demostrando en Nomad (2019) o en Fireball (2020), es un lujo que tenemos como espectadores.
Es un espejo en el que yo siempre me he querido mirar. Cuando no he tenido pasta para una película, siempre me acuerdo de él en la cueva de los sueños olvidados, con una cámara digital y dos linternas. Y ya está. Eso es lo que más me atrajo de este documental: el intentar hacer algo que no nazca desde una lógica comercial sino desde una pulsión más vital. Necesito no estar parado por el hecho de no conseguir hacer cine. En lugar de estar parado voy a salir a caminar. ¿Y si me llevo una cámara? ¿Y si grabo el camino? ¿Y si sigo las huellas de un maestro que a mí me ha inspirado? ¿Y si le escribo una carta de amor? ¿Y si esa carta de amor es al mismo tiempo una carta de amor a la historia del cine?
Con cada paso iba generando más narrativa. Ma iba dando cuenta de que podía ser algo bonito el inspirar a nuevas generaciones de cineastas. de estudiantes que vienen detrás, con un discurso nada derrotista ni negativo sino todo lo contrario. Decirles que no importa ir el primero o el último sino seguir caminando.
P: Es interesante cómo lo planteas porque ya no es sólo una carta de amor sino un acto de fe, algo casi religioso. ¿De dónde te nace esta necesidad de no sólo rendir un homenaje sino realizar también este acto físico, de hacer este camino como aquel que hace el camino de Santiago?
P.M: Pues nace en primer lugar de una cierta rabia, de saber que esta película da igual si se queda en un cajón o si la veo sólo yo con mi familia y mis amigos. El valor de producción de esta película no va a venir dado por un gran presupuesto, va a venir dado por un esfuerzo físico. Por eso yo me voy preparando duramente. Caminé 25 kilómetros cada día durante muchos meses antes de salir a hacer el camino. Sobre todo por el interés de intentar descifrar el libro que es un libro inadaptable, muy críptico y muy abstracto. Herzog es muy listo, porque al empezar el libro él dice: «Algunos pasajes demasiado íntimos han sido omitidos». Ahí es donde estaba el libro, pero esos se los ha guardado para él.
Lo que vemos es la locura del camino, las alucinaciones, las digresiones, los recuerdos a su infancia… No hay que olvidar que en 1974 acababa de nacer su hijo y él decidió ir a salvar a esta mujer (Lotte H. Eisner), que es casi como su madre, que se va a morir y siente la necesidad de salvarla. Ese acto de fe por salvar a otra persona como bien dices tú es un peregrinaje. Yo ahora mismo soy totalmente ateo pero mi religión es el cine, yo voy a rendir culto a la sala como el que va a la iglesia. Por eso era tan importante acabar este camino en el que es el Vaticano de los cinéfilos, en la cinemateca francesa. Para mí era muy importante ese apoyo y que me abrieran su fondo documental fue algo muy bonito.
P. Me parece curioso porque tú hablas, al igual que la película también habla y Herzog también habla, del acto de intentar salvar a alguien y, por ende, intentar salvar el cine. ¿Crees que los cineastas y los cinéfilos tendemos a intentar salvar nuestra disciplina mucho más de lo que los creadores de otros campos lo intentan? ¿Crees que los pintores, por ejemplo, sienten este mismo ímpetu por salvar la pintura que nosotros tenemos por salvar el cine? ¿Quizás vemos el cine como algo más efímero o mortal?
P.M: Me gusta mucho esta pregunta, porque ahí es donde te das cuenta de que, como espectadores, el patrimonio cinematográfico se siente mucho más a nivel personal que cualquier otro patrimonio artístico. Al final, por entrar también en otro discurso, es cierto que otro tipo de patrimonios como el pictórico o escultórico están mucho más protegidos y visibles en los museos que no en las cinematecas, que son lugares mucho más efímeros, más pequeños. La Filmoteca española, por ejemplo, no organiza exposiciones.
Pero por ahondar más en tu pregunta, creo que esa inmersión que nos ofrece la sala (y el cine en sí) hace que todo lo que aparece en pantalla y lo que hay detrás de ella sea algo muy nuestro. Para mí la historia del arte es muy importante. La pintura tiene casi la misma importancia para mí que el cine. Siempre intento rodearme de cuadros, de ir a documentarme a los museos. Pero yo esa inmersión no la he experimentado nunca viendo un cuadro. Puedo estar delante de un cuadro una hora. Puedo estar maravillado frente al Descendimiento de la cruz de Van der Weyden y emocionarme con una pincelada, pero no me va a generar esa inmersión de olvidarme de mi propia vida hasta el punto de dormirme. Yo es una cosa que me pasa mucho en el cine, me duermo. Hay veces estoy tan fascinado por lo que veo que se me olvida que estoy en un cine y me sobo.
P: Me encanta que hables del dormirte en el cine como una cualidad positiva del propio cine. Al final la hipnosis es algo que está muy vinculado al cine de Herzog.
P.M: Totalmente. Y encima si hablamos de Heart of glass (1976) . A ver, no es que vea el dormirse en el cine como algo positivo, más bien lo veo como una especie de maldición. Pero me parece un buen ejemplo de que eso no te va a pasar con ninguna otra obra de arte. En el teatro muy pocas veces te vas a quedar dormido porque tienes a un actor frente a ti en unas tablas interpretando. Es la inmediatez del directo, la danza, la escultura, la arquitectura… En el cine no. Es un arte total que mezcla todos y cada uno de esos elementos en una sala oscura. Lo veo algo muy místico.
Por eso esta película es un grano de arena en el sentido de creer que a los dioses hay que rendirles culto. Y en vida, además. Por eso haber podido establecer un diálogo con Herzog ha sido un placer absoluto. Porque él es un compañero de viaje. Siempre que me quiero inspirar me veo una película suya. Encuentros en el fin del mundo (2007) no te sabría decir las veces que la he visto. Treinta, cuarenta o cincuenta veces. Porque ese Herzog más humanista sobre el cine de no-ficción es un ejercicio brillante. Ojalá se animara a escribir más libros, a plasmar más reflexiones sobre la palabra y no sobre la imagen.
P: Justo hablabas del cine en comparación con otras artes, y creo que justamente un aspecto que le aporta mucha mística a la película al igual que se lo aportaba al camino de Herzog es la soledad, algo muy poco común en una disciplina tan vinculada a la colectividad como el cine. ¿Qué crees que le aporta a una película el estar en contacto con la más pura soledad?
P.M: Ha sido un proceso muy catártico porque yo lo afronté con muchísimo miedo. Un friki que se va solo al campo con un trípode y una cámara a jugar a ser Werner Herzog. Tócate los cojones. Ya de por sí la apuesta es bastante osada. Es más que osada, es una boutade. Para mí esto tenía que ser un ejercicio de autoconocimiento como director. Yo no tenía ni puta idea de fotografía. No sabía ni la diferencia entre un 12mm y un 25mm o cómo jugar con un teleobjetivo para aplastar un fondo. He tenido que aprender muchísimo sobre ópticas, sobre cómo etalonar una noche americana, sobre cómo hacer sentir al espectador una noche cuando en realidad son las doce de la mañana… Quería aprender y seguir creciendo como cineasta.
Cuando algo te da miedo como cineasta tienes que abrazarlo. Yo odiaba la improvisación, no podía con ella. Me daba muchísimo miedo. Por eso creé un manifiesto llamado #Littlesecretfilms en el que todas las películas tenían que ser improvisadas. Y dirigí dos películas bajo ese manifiesto. Hay que abrazar el miedo y decirle que no va a poder contigo. Me preguntaba si podía filmar una película solo. Hay muchos cineastas que ya lo han hecho como Oskar Alegría con Zumiriki (2019) o Gerardo Olivares y José Díaz con Cien dias de soledad (2016), por ponerte algunos ejemplos en España que a mí me han inspirado mucho. ¿Podré subir una montaña? ¿Podré grabar un plano abrumador con una cámara pequeña? Creo que el estreno en salas ayudará a esta inmersión, pero si he conseguido que realmente sea algo inmersivo o no eso ya es algo que me tienes que decir tú.
P. Yo creo que lo has conseguido, la verdad. Y mira que yo no la pude ver en una sala, la tuve que ver en el típico link de visionado de prensa de Vimeo. Pero de verdad que me pareció una experiencia muy inmersiva y muy potente.
P.M: Qué guay, eso es genial.
P. Hablas mucho del miedo. También de ese componente físico y de esfuerzo. He leído muchos textos sobre tu película etiquetándola como una oda a la cinefília, pero al mismo tiempo creo que es una oda con los pies en la tierra, con una intención un tanto desmitificadora. Hablas de un amor por el cine menos idealizado, con un desgaste tanto físico como mental detrás. ¿Crees que tendemos a idealizar la cinefilia?
Muchísimo. La tendemos a idealizar justamente por ese carácter místico que rodea todo. Esta película busca justamente todo lo contrario, rebelarse ante ello. La cinefilia es preciosa, es historia de la imagen. Pero que a día de hoy yo pueda sostener el guion de Bande à part (Godard, 1964) o Pierrot le Fou (Godard, 1965) como aparece en la película no es algo mágico.
P. Que qué envidia, por cierto…
P.M: Madre mía, es que imagínate. Pero claro, este momento mágico no sucede por arte de magia, sino porque hubo una mujer llamada Lotte H. Eisner que cogió esos papeles, los metió en un cajón y dijo: «De aquí esto no se saca, porque esto va a acabar en un museo, porque tú Jean-Luc, aunque ahora estés grabando una película con cierto sentido amateur, estás haciendo algo mágico que hay que preservar». Ese bajar los pies a la tierra, ese bajar al Dios a la tierra era muy importante, incluso a nivel creativo.
Basta ya del discurso del cineasta exitoso en la cima de una montaña en festivales recogiendo premios. Porque ser cineasta es muy duro. Y más aún si vienes de una familia humilde del barrio de Carabanchel a la que nadie le ha regalado nada y a la que, incluso a día de hoy, le sigue costando llegar a fin de mes. Tú tienes que seguir sacando las películas adelante, intentando venderlas y que te financien. Pero mientras haces esto uno tiene que seguir yendo a su trabajo y ponerse a escribir al llegar a casa a las ocho de la noche. Eso es hacer cine.
Yo soy profesor de cine en escuelas y se lo digo mucho a mis alumnos. Desmitifiquemos el oficio del cineasta y más aún en tiempos de pandemia donde queda muy claro qué oficios son prioritarios. Es indignante que un conductor de ambulancias, una enfermera, una cirujana o un epidemiólogo cobren mil euros. Y un cineasta, que es un simple entertainer, esté aquí cobrando un pastizal. Me parecía importante dignificar esa consciencia de clase obrera en la película con un discurso más cercano al cineasta fracasado. Y no pasa nada. No hace falta aparentar. Yo soy cineasta y quiero seguir haciendo cine.
Hay directores que a mi me apasionan como Richard Linklater que lo mismo te tienen que hacer una película sobre jugadores de béisbol con Billy Bob Thornton que lo mismo te hacen un gran obra maestra como Antes del anochecer (2013). O lo mismo se graban en secreto sin que nadie lo sepa durante doce años Boyhood (2014). Eso es hacer cine, eso es amar el cine. Eso es algo que yo quería transmitir con el documental, que aunque no nos dejen hacer cine, seguiremos haciéndolo contra viento y marea.
P: Me voy a desviar un momento del cine y puede que me esté marcando un triple con esto. ¿Juegas a videojuegos?
P.M: No, pero te tengo que decir que es muy buena pregunta porque me he inspirado mucho en los videojuegos y he visto muchos gameplays.
P: Es que Dear Werner me parece quizás la película que mejor traslada el género del walking simulator al cine, por esa capacidad que tiene la cinta de hacer placentero el acto de caminar por caminar, sin más. Moverse como acto observacional.
P.M: De hecho lo tenía claro desde el principio, era un referente. No soy gamer pero fui muy gamer en mi adolescencia. Pero cuando empecé a ser cinéfilo decidí volcar todo mi tiempo en el cine. Tengo muchos amigos que me dicen «eres gilipollas, te estás perdiendo el entretenimiento del siglo XXI». Cuando me recomiendan un juego me veo gameplays y ellos me insisten en que no es lo mismo, que no voy a tener esa capacidad de interacción. Recuerdo haber jugado al Journey y experimentar muchísimo ese sentimiento del caminar. Me han hablado mucho del Dear Esther, por ejemplo.
Pero sí que es verdad que trabajamos mucho el sonido con Jose Venditti en clave de videojuego, sobre todo en esas pisadas que son casi antinaturales. Porque tú cuando pisas en un campo no suena asi. Buscábamos generar un ambiente ultrasonoro para que tú seas partícipe de todo ello. Me inspiré mucho en películas como Hardcore Henry (Naishuller, 2015) o incluso la propia adaptación de Doom (Bartkowiak, 2005), con ese plano secuencia en plano subjetivo. Un crítico me recordaba justo el otro día que esto no se había hecho mucho en la historia del cine y yo le respondí que casi ni me había fijado. Esta innovación interesante que muchas veces me esfuerzo en encontrar ha surgido aquí de una necesidad personal. Al final lo que quería era rendir un homenaje a El hombre de la cámara de Dziga Vertov, que es mi principal referencia. No pongamos el foco en el yo, sino en los referentes.
P: Ahora que hablabas de sonido, hay una cosa en la música de la película que me parece muy interesante. Porque presentas una película muy naturalista centrada en el beatus ille pero tienes una banda sonora muy industrial, casi rozando el tecno, que prácticamente evoca a la ciencia ficción. ¿Cómo fue este proceso de ideación de la banda sonora con Venditti? ¿Cómo llegáis a la conclusión de que es necesario generar esta antítesis entre imagen y sonido?
P.M: Lo teníamos clarísimo desde el principio. De hecho Jose (Venditti) fue la primera persona a la que le conté al idea de adaptar el libro. Yo le dije que tenía muy claro que quería que en la película hubiera una rave. Quería que hubiera un momento musicón. De hecho venía muy inspirado por Climax (Noé, 2018).
P: ¡No me digas eso que me encanta Climax!
P.M: ¡Claro! Venía inspiradísimo de Climax. El templo es la sala, y Werner siempre ha estado asociado a algo muy religioso, las bandas sonoras de cuerdas y más en sus dos últimos documentales donde es todo muy sagrado. Por ejemplo en la parte de la cueva se intuye la música sacra, pero también desde la electrónica. Yo le dije a Jose que no quería que esto fuera una banda sonora homenaje a las bandas sonoras de Herzog. La electrónica tenía que estar presente por Popol Vuh, por Aguirre, la cólera de dios (1972)… Pero nuestro referente fue Trent Reznor. El cine de Fincher, esa graduación emocional que tiene la electrónica para sacar a los personajes de su zona de confort…
No quería tanto generar leitmotivs sonoros como construir algo más emocional y sensorial. Yo durante el rodaje le iba enviando notas de audio a Jose, explicándole cómo me hacia sentir cada paisaje por el que pasaba. Cuando un espacio me transmitía terror, le decía que se escuchara las bandas sonoras de Carpenter para Halloween o Asalto a la comisaria del Districto 13. De ahí nace esa idea del sintetizador que va oprimiendo. Hemos intentado no generar instantes musicales épicos porque la propia naturaleza ya lo era. No queríamos tratar al espectador como imbécil y decirle «¡llora aquí, cabrón!».
P: Me gusta mucho la idea que tú citas en un momento de la película de que crear es estar en movimiento, estar siempre caminando. ¿Cómo crees que afecta un contexto de parálisis como el que estamos viviendo con el coronavirus, en el que no podemos caminar tanto, a la creación cinematográfica?
P.M: Afecta muchísimo. Yo me he autoimpuesto un ejercicio que consiste en no ser derrotista ni negativo, no sólo cuando hablamos de este tema sino como filosofía de vida. Que lo único que hagamos sea actuar. Yo ahora mismo te podría decir, porque en realidad es lo que es, que el cine independiente está muriendo. Las salas están perdiendo importancia, se están retrasando estrenos, los cineastas como bien dices se están paralizando, los rodajes se están paralizando, las ayudas se están retrasando muchísimo… Vale, ya está el discurso hecho. ¿Qué podemos hacer? Pues sigamos haciendo cine.
¿Que no tenemos dinero? Cogemos una High 8 y hacemos El año del descubrimiento (López Carrasco,2020) o Trash Humpers de Harmony Korine. ¿Que no tenemos una High 8? Tenemos un móvil, podemos grabar Tangerine de Sean Baker. ¿Qué no tenemos cámara en el móvil? Pues a lo mejor tendremos que contar las películas como un trovador en una esquina. Pero la cosa es encargarnos de seguir haciendo cine. Tenemos que hacer cine con lo puesto, por mucho que tengamos que luchar obviamente por presupuestos para poder hacer cine como se tiene que hacer.
Que yo haga esta película es fruto de un mal. Es lo que decía Antonio Trashorras de la película en Fotogramas, que lo peor que tenía es que era síntoma de un mal mayor. Pero no tenemos que caer en esos discursos, sólo tenemos que actuar fijándonos en discursos que nos motiven. El mumblecore americano, por ejemplo. Tenemos a Greta Gerwig, que se junta con Joe Swamberg y se hace Nights and weekends (2008). O tenemos a Lars Von Trier cuando creó el Dogma (1995). Si llegan momentos duros enfrentémonos a ellos con las armas adecuadas para hacerlo.
P: Al acabar la película hablas de lo genial que sería poder conocer a Herzog. ¿Cómo ha quedado eso? Porque al final ha prestado su voz para algunas citas. ¿Ha visto la película?
P.M: Yo a Herzog le mandé un teaser de 15 minutos de la película. De hecho era un teaser con la música de Ad Astra (Grey, 2019). Ni siquiera teníamos la banda sonora compuesta, así que cogí un tema de Max Richter que me flipa y se lo puse. Él nos respondió de manera muy cauta, nos pidió un tiempo para pensar. Me dijo que estaba muy agradecido por lo que había hecho pero que era muy cauto con toda la gente que se acerca a su figura. Yo le proponía que apareciera en el documental caminando conmigo en el epílogo. No hablando de su cine, sino de la vida. El cine da paso a la vida, por eso la película acaba como acaba finalmente.
A Herzog le gustó mucho la idea y aceptó, y más después de ver la película completa. Estaba muy emocionado y agradecido. Me dijo que le recordaba a él cuando tenía mi edad cuando hizo Nosferatu (1979) rindiendo homenaje a Murnau. A partir de ese momento le vimos mucho más cariñoso. Me dijo que la película era más película cuando hablaba de mí, que no tuviera miedo a seguir por los caminos de esa cueva ni a hablar de mí a través de su cine. En marzo íbamos a Londres a grabar cómo caminaba por la orilla del Támesis con Herzog. Pero llegó una pandemia mundial.
Pero fíjate que eso nos permitió trabajar desde nuestras casas de forma más analítica y no tan apresurada. Tú veías en las estadísticas del Vimeo cómo Herzog se veía la película una y otra vez. Cuando le pedí los derechos para utilizar fragmentos de un audiolibro alemán suyo, él se negó porque quería narrarlos él en inglés. Le estamos muy agradecidos. Cada vez que me llega un email suyo donde pone ‘Dear Pablo’ me emociono.
P. Pues nada, muchísimas gracias por la entrevista.
P.M: A ti, de verdad. Ahora no se ha grabado nada. ¿Te imaginas?
P: ¿Te imaginas?
— París —
Que finalmente se grabara la entrevista me parece un acto poético en sí mismo. Porque si Del caminar sobre hielo de Herzog es una carta de amor a Lotte H. Eisner y Dear Werner de Maqueda una carta de amor a Herzog, me gusta pensar que este texto (aunque sea a menor escala) es una pequeña carta de amor que mantiene viva esta cadena de cinefilia. Porque, como dice Pablo, lo importante es seguir caminando aunque no nos sea posible hacerlo.
Y aunque tú, lector o lectora, ahora mismo estés inmóvil leyendo estas líneas, el descenso que acabas de realizar por este modesto texto no deja de ser un caminar, un movimiento, un viaje de Múnich a París. Sigamos caminando, sea como sea. Aunque no seamos los primeros ni vayamos a ser los últimos.
https://www.youtube.com/watch?v=5NjfRlhz3c0