En el año 1915, el cineasta D.W. Griffith firma El nacimiento de una nación, película universalmente recordada tanto por su excelencia técnica como por su polémica apología del aterrador Ku Klux Klan. Más de 100 años después de su estreno, la cinta sigue siendo un foco inagotable de vívida polémica. Las preguntas indescifrables que suscitan los sesudos análisis que de esta obra se han hecho se cuentan por cientos.
¿Qué hay realmente detrás de la concepción de esta película? ¿Es posible (o deseable) abstraerse de su explícito discurso racista y ultraconservador? ¿Qué impacto tuvo en la sociedad norteamericana de la época? ¿Se puede decir que El nacimiento de una nación es, de facto, una obra maestra? Por descontado, yo no tengo la respuesta definitiva a ninguna de estas preguntas, pero si me cedes unos minutos de tu tiempo, te regalo estas líneas que componen mi visión particular al respecto.
PRIMERA PARTE: NORTE Y SUR
Teniendo en cuenta la larguísima duración de la película, no es de extrañar que su estructura esté dividida en dos partes. La primera comienza con los prolegómenos de Guerra de Secesión Norteamericana y termina con el asesinato del presidente Abraham Lincoln a manos del actor John Wilkes Booth. La segunda recorre los años posteriores a la guerra y los procesos de reconstrucción que se pusieron en marcha para reintegrar a los Estados del Sur dentro de la Unión. Cuando se recuerda El nacimiento de una nación, a menudo se sitúa el foco en el tercio final, donde se desarrolla la mayor parte del contenido polémico y flagrantemente racista de la película. Sin embargo, la primera hora de este filme es un producto totalmente alejado de los delirios segregacionistas del desenlace.
La primera parte de la cinta cuenta el antes, el durante y el después de la guerra desde el punto de vista de dos familias, los Stoneman (nordistas) y los Cameron (sudistas), que a pesar de su estrecha amistad y cariño mutuo se ven obligados a luchar en bandos contrarios durante la contienda. Acompañada de delicados acordes musicales que flotan a modo de aureola celestial sobre los espacios de lirismo esculpidos por Griffith, la película nos introduce a personajes tremendamente humanos, que viven sus livianas preocupaciones ajenos al horror que se cierne sobre sus vidas. Estos momentos iniciales suponen un delicioso exponente de costumbrismo, que nos acerca con cuidado mimo a las realidades más cotidianas de sus personajes.
Insisto en que, a pesar de incurrir en algunos estereotipos raciales propios de la época, esta primera parte nada tiene que ver con la epopeya ultra-racista de los compases finales de la cinta. El primer tercio se centra principalmente en el drama humano que supuso la Guerra Civil, que enfrentó a amigos contra amigos y se cobró más de medio millón de muertes. El cometido principal del inicio del filme es denunciar los horrores de la guerra (es innegable, no obstante, que incluso en este pasaje, la película hace gala de una notoria deferencia por el bando sudista).
Los primeros compases de esta obra son, en definitiva, un excelente producto que eleva las mayores virtudes del séptimo arte hasta terrenos vírgenes e inexplorados en aquella temprana época y redefinen el arte de contar historias.
SEGUNDA PARTE: LA CAUSA PERDIDA
El 9 de abril de 1865, el general confederado Robert E. Lee firma en el condado de Appomattox (Virginia) la rendición definitiva de los ejércitos del sur (episodio que es breve y brillantemente retratado en la película) marcando el final de la guerra. El cese de las hostilidades marcó el inicio de la llamada reconstrucción, plan orquestado por el presidente Abraham Lincoln para reintegrar a los territorios secesionistas en la Unión. La visión magnánima y benevolente de Lincoln hacia los vencidos, que contemplaba el armisticio y la concesión de la ciudadanía a los excombatientes sudistas, chocaba frontalmente con la visión del ala radical de su partido, encabezada por Thaddeus Stevens, que exigía tratar a los Estados del sur como «territorios conquistados».
Si bien al principio se impuso la visión del presidente, este fue asesinado poco después del final de la guerra, y los poderes de la presidencia recayeron sobre el demócrata Andrew Johnson. A pesar de que Johnson siempre trató de mantener vivo el legado de Lincoln, las políticas llevadas a cabo en el sur por el nuevo mandatario fueron más tajantes y severas de las que seguramente habría promulgado Lincoln si hubiera vivido hasta el final de su mandato. Estos procesos de reeducación fueron vistos como un ultraje y una humillación por buena parte de la población del sur. Los principales damnificados fueron los estirados aristócratas y los dueños de plantaciones de algodón, que tras la guerra se vieron obligados a liberar a los esclavos y perdieron buena parte de sus fortunas.
Este caldo de cultivo dio lugar a una corriente literaria e historiográfica denominada narrativa de la causa perdida (Lost Cause Narrative), que tradujo el descontento de la vieja aristocracia sudista en un discurso político-cultural, presente en numerosos escritos y autores de la época, que romantizaba la causa de la confederación y demonizaba grotescamente a los afroamericanos y a los soldados nordistas.
Esta corriente historiográfica trataba de desvincular, o al menos de diluir, la asociación entre la causa confederada y la execrable institución de la esclavitud. Haciendo uso de un estilo narrativo engalanado y preciosista, estas obras pretendían narrar la guerra desde el punto de vista del sur. Sin embargo, esta narrativa supuso un ejercicio desesperado de revisionismo histórico que intentó reescribir los hechos acontecidos durante la segunda mitad del siglo XIX sobre un lienzo de falsedades que, por desgracia, dejó honda mella en el imaginario colectivo estadounidense.
De hecho, Woodrow Wilson, el que fuera presidente de Estados Unidos entre 1913 y 1921, fue uno de los autores más notorios de esta corriente debido a la publicación de su libro A history of american people (1901), donde ofrecía una visión histórica que se alineaba claramente con la narrativa de la causa perdida. También sería Wilson el que organizaría un pase exclusivo de El nacimiento de una nación en la Casa Blanca.
Es innegable que El nacimiento de una nación es partícipe explícito de esta nociva narrativa. La película no solo glorifica la causa confederada, sino que además perpetúa innumerables estereotipos grotescamente falsos e insultantes hacia la comunidad negra y justifica los terroríficas acciones del Ku Klux Klan, una secta racista, protonazi y asesina. Todo el valor que tiene la carga costumbrista e intimista de la primera mitad de la película se diluye en el tercio final en un delirante baile de falsedades históricas, mentiras flagrantes y apología del supremacismo blanco.
A pesar de las pioneras técnicas empleadas en el rodaje de la batalla final, que introdujeron rompedores arquetipos argumentales y líneas de lenguaje cinematográfico imposibles para la época, es una difícil tarea la de abstraerse por completo del abominable y vomitivo mensaje con el que Griffith martillea una y otra vez la pantalla. Porque ni siquiera es una cuestión de contextualizar la época en la que se hizo la película, pues la moraleja filofascista de esta cinta era tan polémica y rechazable ayer como lo es hoy.
Sin embargo, creo que si tenemos en cuenta el hecho de que D.W. Griffith nació en el Kentucky de la posguerra (en 1875), en pleno proceso de reconstrucción, podremos entender la concepción que hizo de esta obra no tanto como un ejercicio de odio irracional sino como un reflejo de la triste realidad social de aquel contexto geográfico y político. De hecho, el propio Griffith sintió que su obra había sido malinterpretada, lo que le llevó a realizar Intolerancia (1916), que es un relato pacifista y buenista con el que el director trató de sacudirse la etiqueta de racista sureño que le había granjeado su anterior cinta. Además, unos años antes Griffith había dirigido el cortometraje La rosa de Kentucky (1911), donde condenaba explícitamente las prácticas violentas del Ku Klux Klan. La figura de Griffith sigue estando, por lo tanto, envuelta en un enigmático halo de misterio y contradicciones.
EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN: LA OBRA MAESTRA
A pesar de las controversias y del deleznable mensaje que impregna el final de la película, creo que sería un acto de deshonestidad irracional y puritana desechar por completo los numerosísimos méritos del filme. Tanto por su íntima, lírica y brillante primera parte, como por sus irrepetibles logros en el apartado técnico, su puesta en escena, sus deslumbrantes decorados, su sobrecogedora música y sus sorpresivas escenas de acción, El nacimiento de una nación es, sin duda alguna, una gran obra maestra y uno de los mayores hitos de la historia del cine. En cuanto a su aterradora y bochornosa semántica racista, que quede para siempre como un recordatorio de los siniestros lugares hostiles de los que provenimos y a los que no debemos, bajo ningún concepto, retornar.