Lana Turner y Gene Kelly en 'Los tres mosqueteros' (Sidney, 1948)

Los trescientos ochenta y cinco Mosqueteros

Uno para todos y todos para uno”, qué mejor manera de comenzar este texto que citar la oración por excelencia. Protagonista de camisetas de despedidas de soltero, grafiteada sin sentido aparente en las paredes de un pabellón, o estado de Whatsapp del típico profesor de literatura universal de instituto concertado. Si Alejandro Dumas hubiera sabido que un grupo de estudiantes de Erasmus -conociéndose desde hace tres semanas y después de un zapping rapidito por Pinterest– iba a grabar en su piel lo que salió de su pluma para no volver a cruzar palabra después de la alocada experiencia internacional… Se le habrían llevado los demonios. 

Los tres mosqueteros es una declaración de amistad inquebrantable. No hace falta relatar una sinopsis para entrar en materia, ya se encargó de ello el profesor anteriormente mencionado en sus monólogos -exasperantes para la clase después del recreo- sobre literatura francesa en el siglo XIX. Pero teniendo en cuenta el porcentaje de asistencia a estas sesiones, ínfimo por lo que sea, las adaptaciones cinematográficas se han encargado de relatar las peripecias de estos espadachines de capa, sombrero y bigote pronunciado.

Desde la ostentosidad y ligera lectura de Fred Niblo en el 1921 (se pensó antes en adaptar la novela que en inventar la autopista) hasta la última entrega de Martin Bourboulon disponible en cines a finales de este mes de enero. Diferentes enfoques, distintos géneros y múltiples protagonistas. Para hacerse una idea, una maratón de todas las películas de D’Artagnan y compañía tendría un metraje total de más de cincuenta horas. Lo que vienen siendo dos días y pico sin despegarse de la pantalla. Una práctica un tanto enfermiza, de la que, por supuesto, me declaro culpable.

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Douglas Fairbanks encarnando a D’Artagnan en ‘Los tres mosqueteros’ (Niblo, 1921)

Charles de Batz-Castelmore puede sonar a aristócrata francés que degusta un Borgoña en sus aposentos mientras lee a Baudelaire. Sin embargo, se trata de un joven gascón que llegó a ser líder de los Mosqueteros por su valentía y compromiso con la corona. D’Artagnan no era el lápiz más afilado del estuche, pero donde no llegaba su intelecto llegaba su espada ropera. Douglas Fairbanks fue el primer intérprete que gozó del privilegio de representarlo, pero fue Gene Kelly quien -años antes de cantar bajo la lluvia- representó su verdadera esencia. Saltarín, apasionado, romántico y ridículamente divertido, el actor protagonizaba la obra de George Sidney en 1948 (adaptación más brillante según la crítica puritana). Aunque un sinfín de nombres, con más o menos fidelidad, se pusieron su chambergo. Chris O’Donnell en la estocada fallida de Stephen Harek (1993), Michael York en la línea cómica -desternillante- del slapstick británico de Richard Lester (1973), o en las últimas adaptaciones de Bourboulon, un François Civil que comprendió que es en la inocencia de D’Artagnan donde reside su indudable carisma.

No obstante, el joven hubiera terminado despedazado en algún seto de Versalles si no se hubiera topado con sus tres compañeros. El altanero Porthos, con el que no conviene meterse, encarnado por Gérard Depardieu en ese filme infravalorado en el que DiCaprio retiene a su hermano gemelo enmascarado (1998), o por un acertado y discreto Pio Marmaï en el díptico más reciente. El vanidoso Aramis, siempre dispuesto y perfumado, llevado a la pantalla por Luke Evans en el desproporcionado -en el mal sentido- intento de blockbuster de P.W. Anderson (2011) y beneficiado actualmente de la versatilidad de Romaïn Durin. Y el favorito de todos Athos, al que D’Artagnan respeta como a un padre salvo por algún que otro encontronazo prematuro. No es casual que Bourboulon escogiera a Vincent Cassel. Éste, tras conducir a la pobre Natalie Portman al desquicio o dispararse a sí mismo frente al espejo, encarna al tercer mosquetero con idoneidad. Cada uno de ellos tiene sus cosillas, pero el grupo que conforman -gracias en parte al humor desde el que se aborda- funciona en casi todas las versiones cinematográficas. De este trío de espadachines emanan, sin duda, los valores que Dumas reflejó en su novela: amistad, honor y lealtad.

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John Malkovich, Gerard Depardieu y Jeremy Irons como Los tres mosqueteros en ‘El hombre la máscara de hierro’ (Wallace, 1998)

También el amor, claro. Plasmado en las figuras de Constance (costurera de la que se encandila D’Artagnan, asociada por lo general a la June Allyson del 48) y de Ana de Austria, cuyo amor traspasa fronteras, y no las más adecuadas para el momento histórico. El personaje de la reina de Francia (Minnie Mouse en la versión Disney de Donovan Cook) mantiene una relación a distancia con el mayor enemigo de la corona: el Duque de Buckingham. Estos personajes secundarios -abordados por Lyna Khoudri y Vicky Krieps en la última saga- encarnan el enamoramiento repentino y la tentación. Aunque de una forma más trágica (dada la crudeza con la que afronta la segunda parte de su díptico Bourboulon) o más liviana y cariñosa en la mayoría de ocasiones, ninguna de las dos termina comiendo perdices.

Se encarga de ello el Cardenal Richelieu. Eric Ruf coge hoy el testigo de Vincent Price (1948), o incluso del omnipotente Charlton Heston (1973), y pone rostro al codicioso personaje histórico. No obstante, el peso del eclesiástico en otros filmes es asumido aquí por Milady de Winter. La pérfida exconvicta (Eva Green en reminiscencia de Lana Turner) no solo será el verdugo personal del Cardenal, también buscará la debacle de la corona de Francia con un robo de guante blanco. No ha sido Milady, a pesar de su valor narrativo en la obra, un personaje en el que se haya hecho nunca mucho hincapié. Parecía que así iba a ser en la última entrega. Pero, la titulación del director francés (Los tres mosqueteros: Milady) es puro clickbait. Apenas hay rastro del retrato psicológico más ansiado del género. 

Solamente una secuencia es esencial para el desarrollo de todas las adaptaciones. De hecho, en su análisis se puede encontrar la naturaleza de la totalidad de la obra. D’Artagnan conoce a los Mosqueteros porque, tan desafortunado como valeroso, tropieza con cada uno de ellos. Después les falta al respeto. Total, que acaba retándose con los tres en una franja de tres horas. Esta comicidad intrínseca a las decisiones del joven se incrementa con la reacción de sus adversarios, a los que se unirá para luchar en desventaja numérica contra los -también muy oportunos- guardias de Richelieu. Lo realmente importante aquí no es la pelea. Tampoco el contraste de estatus. Es el vínculo, forjado por el ingenio cómico, lo que debe emanar esta secuencia. 

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Eva Green como Milady en ‘Milady: Los tres mosqueteros’ (Bourboulon, 2023)

Bourboulon prefirió la floritura del plano secuencia, único rasgo de autor que utiliza y que estorba mucho más de lo que aporta, para narrar el encuentro. Surge de la escena una epicidad que resulta más adecuada para algo así como ‘La Batalla de los Bastardos’ (09×06, Juego de Tronos). Tampoco es idóneo pasarse de cachondeo. Que se lo digan a Richard Lester y a su rollo Monty Python, donde Porthos pedía prestada la espada a uno de sus rivales, y se la devolvía -con agradecimiento cordial incluido- después de agujerear a un par de sus compañeros. Sí atinó el golpe George Sidney, donde Gene Kelly se presentaba ante los Mosqueteros con una minuciosa coreografía de duelo de esgrima acompasada por la producción de sonido más precisa de toda la lista de filmes.

Esa tendencia a la espectacularidad, funcional y atractiva para el género épico como demostró Ridley Scott en las batallas de Napoleón, es lo que desentona en lo último de los Mosqueteros. Martin Bourboulon confecciona dos películas, dejando la puerta abierta a una tercera edición, que se deslizan en el lado incorrecto. Sustituyen la entonación cómica (de la que surge el verdadero propósito de la historia) por heridas más sangrientas, fotografía oscurecida o secuencias propias del frenetismo de James Bond en una de sus aventuras por Europa. Por tanto, el atractivo visual termina siendo indirectamente proporcional a la esencia de la obra.

Así pues, entre espadas y amoríos, la novela que escribió el del Conde de Montecristo -sin ser  para nada consciente de que su D’Artagnan llegaría a emitir ladridos (Los mosqueperros, 2001)- ya dispone de otra lectura distinta. ¿Lo bueno? Que las aventuras de los espadachines perdurarán todavía más en el imaginario popular. ¿Lo malo? Que los tatuajes cada vez son más baratos.