Cuando se habla del spaghetti western en ciertos círculos cinéfilos, a menudo se hace con altas dosis de condescendencia y dando por sentada su condición de género menor. Si bien algunos de estos títulos gozan hoy de una altísima consideración general (principalmente las obras de Sergio Leone), la mayoría de estas cintas han sido denostadas y olvidadas. El propio Gian María Volonté, que fuera el carismático antagonista de Por un puñado de dólares y La muerte tenía un precio, acabaría renegando de esta etapa de su carrera. En la actualidad, estas películas están ligadas en el imaginario colectivo con ver la televisión a la hora de la siesta.
Las razones que esgrimía Gian María Volonté para denostar el género del oeste tenían casi siempre que ver con su falta de compromiso político. El actor fue un militante histórico de PCI, y como tal, trató siempre de orientar su carrera hacia el cine social. No obstante, buena parte de la fama que cosechó durante su vida fue gracias a sus peripecias en las pelis de vaqueros a lo largo de la década de 1960. Sin embargo, esto no le impidió acabar sus días maldiciendo el buen nombre del spaghetti western, subgénero que consideraba banal, superfluo y aburguesado (¿acaso hay algo que un comunista de bien no considere aburguesado?).
Entre los años 1962 y 1978 se rodaron aproximadamente 568 westerns de producción europea. La calidad de la mayoría de estos títulos se encuentra indudablemente por debajo del umbral de lo aceptable (aunque, si a alguien le interesa mi opinión, incluso estos tienen su encanto). También es cierto que los guiones de muchas de estas obras eran un maquiavélico exponente de simplismo y de algarabía argumental, y que en gran medida el spaghetti western fue un género de contenido liviano y dicharachero que huía de grandes mensajes artísticos y sociales. Hay que ser un analista muy imaginativo para extraer conclusiones políticas o sociológicas de películas como Torrejón City (León Klimovsky, 1962), Vente a ligar al oeste (Pedro Lazaga, 1972) o Las aventuras eróticas de El Zorro (William Allen Castleman, 1972).
No es de justicia, sin embargo, generalizar demasiado cuando se discute en torno al western europeo. La estigmatización y el desconocimiento de esta área del cine ha conducido ineludiblemente a la denostación preconcebida de algunas obras que rozan en silencio la excelencia técnica y/o argumental. No debemos olvidar que (además del maestro Leone) muchos directores italianos altamente cualificados y talentosos firmaron en algún punto de su carrera un Spaghetti Western. Algunos títulos del género como las olvidadas Como lobos sedientos (Romolo Guerrieri, 1967) y Tu cabeza por mil dólares (Giovanni Fago, 1968) alcanzan niveles de excelencia tras las cámaras que nada tienen que envidiarle a muchas superproducciones hollywoodienses de la época. Si bien la falta de presupuesto hizo estragos evidentes en estas cintas, la utilización ultra racional y dignísima de los recursos disponibles por parte de algunos creadores de esta curiosa etapa del cine, es una muestra clara del excelso talento que muchos de estos autores poseían.
En otros títulos, aparte de la genialidad técnica y artística, se llega a unos altísimos niveles de maestría argumental y subtextual. Algo que Gian María Volonté no supo (o no quiso) ver en su momento, es que los mejores spaghetti westerns son profundamente políticos. Las loas a la faceta más romántica de la revolución (a menudo más agraria que proletaria al estar la mayoría ambientados en México), son pilares fundamentales de algunas piedras angulares del género como Yo soy la revolución (Damiano Damiani, 1966) Cara a cara (Sergio Sollima, 1967) Salario para matar (Sergio Corbucci, 1968), Vamos a matar, compañeros (Sergio Corbucci, 1970), Una cuerda, un colt (Robert Hossein, 1969) o Keoma (Enzo G.Castellari, 1976). Todos estos títulos tienen un común un notabilísimo nivel formal y una alta implicación política.
Por ejemplo, la visión que Robert Hossein construye en torno a la figura de la mujer en Una cuerda, un colt es la más progresista y adelantada a su tiempo que yo haya visto en una película de vaqueros. Tampoco es casual la introducción de héroes pertenecientes a minorías raciales que luchan contra los tentáculos del ultra conservadurismo sureño en la excelente Keoma o la muy inferior (en todos los aspectos) Requiescant (Carlo Lizzani, 1967). O la evidente terminología marxista que se emplea en algunos fragmentos de El halcón y la presa (Sergio Sollima, 1966), donde los personajes no se ven a si mismos divididos por nacionalidades sino por clases sociales.
Estos son tan solo algunos ejemplos que evidencian los altos niveles de profundidad argumental y discursiva que alcanzaron algunas películas del género. Por lo tanto, a lo mejor es hora de revisar ciertos estigmas y prejuicios en torno al (para algunos risible y teóricamente menor) Spaghetti Western. No olvidemos que este fue el subgénero que nutrió pequeños cines de barrio y de pueblo durante casi una década. El que nos dejó imágenes que son parte inconsciente del imaginario colectivo de varias generaciones. Y, sobre todo, el que hizo sentir el ardor excitante de los desiertos americanos a millones de europeos humildes y agradecidos. El Spaghetti Western fue concebido como cine de masas, y no hay nada más político que eso.