Hace relativamente poco tiempo terminé la segunda temporada de Mindhunter la nueva serie que David Fincher ha preparado para Netflix (recordemos que el director de El club de la lucha era uno de los principales artífices de las primeras temporadas de House of cards). La serie me dejó noqueado con su espectacular primera temporada, y esta segunda entrega no ha sido menos.
Mindhunter trata sobre dos agentes del FBI y una doctora en psicología, Bill Tench, Holden Ford y Wendy Carr, respectivamente, que a mitad del siglo pasado comenzaron a elaborar una tipología para clasificar a los asesinos en serie, básicamente acuñando el término y dando lugar a la elaboración de bocetos psicológicos que permitían diseñar perfiles de los que por entonces aún se denominaban “asesinos múltiples”.
La serie es fascinante: su primera temporada se centra en los esfuerzos por sacar el programa adelante, enfrentándose a aquellos escépticos que creían que la única forma de atrapar a un asesino era… atrapándolo. Mediante entrevistas con algunos de los asesinos en serie más notorios de la historia de los Estados Unidos (Ed Kemper, Son of Sam y el mismísimo Charles Manson), los tres agentes tratan de comprender las razones por las que alguien llega a convertirse un asesino, y su comportamiento antes, durante y después del crimen.
A su segunda temporada me enfrenté con miedo; una primera entrega tan absurdamente excelente en todos los aspectos iba a ser difícil de replicar. Sin embargo, el equipo de la serie, que cuenta en la dirección, además de con el propio Fincher con realizadores de la talla de Andrew Dominik (Mátalos Suavemente) o Carl Franklin (El demonio vestido de azul), ha sabido mantener el nivel. Y me ha hecho preguntarme si quizá Mindhunter no es demasiado buena.
Soy el primero que disfruta como nadie viendo un producto audiovisual tan impoluto como esta serie. Su calidad es incontestable en todos los aspectos, el estilo de Fincher se funde a la perfección con la historia y la dirección de Dominik y Franklin y todas las interpretaciones son espectaculares (algo que hay que agradecer a un equipo de casting que ha hecho un trabajo de caracterización escalofriante).
Sin embargo… es difícil ver la serie. Me paso el capítulo entero pensando en lo bien hecha que está, lo bien grabados que están los planos, lo medidos que están los encuadres, como cada pequeño trocito de información que nos llega de los casos y de las vidas personales de los protagonistas está diseñado para colarse en nuestros huesos y hacernos estremecer. Esto podría ser solo bueno en la mayoría de los casos, pero a veces siento que me hace ver con cierta distancia las narrativas que propone la serie.
Esta temporada hemos tenido varias subtramas para los tres protagonistas que nos han ofrecido una mirada más detallada de su psicología como individuos, y que han ayudado a poner en perspectiva sus motivaciones y relaciones con los casos que se tratan. El caso más obvio es el de Bill Tench (Holt McCallany), cuyo hijo se ve envuelto en un crimen no muy diferente de los que la unidad investiga, y para el que formar parte de la investigación de los asesinatos de niños en Atlanta es una tarea complicada. Holden Ford (Jonathan Groff) cada vez tiene más dificultades para entender a otras personas, y el nuevo jefe de la unidad lo utiliza como una herramienta; Wendy Carr (Anna Torv) tiene dificultades para aceptarse a sí misma, y no sabe cómo presentar su sexualidad en la sociedad.
La serie pone todos los elementos a nuestra disposición, pero su perfección en todos los apartados técnicos y un guion que funciona de maravilla, crean una cierta distancia; demasiado perfecta igual es una queja estúpida (y sin duda la mejor queja posible), pero me gustaría que la serie fuera algo más sucia en sus próximas entregas.