Soy tremendamente alérgico a vislumbrar con excesiva claridad la intención detrás de un producto. Los clímax son excitantes pero también efímeros y, en ocasiones, siento que es el proceso y no su culminación lo que de verdad nos ofrece el placer de crear o consumir algo. Me siento estúpido cuando Eric André hace reventar en cada programa su plató, forzándome a sentir que eso es alternativo por el simple hecho de que no es lo que debería estar sucediendo en un late night. Y, sin embargo, como joven y (creo) inconformista también siento un desdén inmerecido por lo natural, lo intrínsecamente comercial, lo que hoy día llamamos (provocando un microinfarto a Pérez-Reverte) lo mainstream.
Es soporífero escuchar chistes en bucle, a humoristas repitiendo la misma historia personal la misma semana en varios formatos similares; la eterna retaíla de preguntas de estudiante de periodismo en tarjetas en cuyo dorso está el logo de un programa de cientos de miles de espectadores. Seguramente dentro de veinte años seré yo quien se ría con lo tradicional y con la calcomanía aparentemente insaciable del humor general. Hasta entonces, permítanme poner la cara de hastío de ese joven que confunde incomprensión con ego.
La irrupción del talento absurdo y único de una nueva generación, vívido y retroalimentado por Internet, era cuestión de tiempo que acabara por contagiar la televisión. Dio un primer salto consistente en la radio nacional, con productos como La Vida Moderna, aunque observo antecedentes más que sólidos en la incursión de los manchegos de Muchachada Nui a la televisión pública a principios de siglo o en la incorporación de Berto Romero a las noches de Buenafuente.
El éxito de la mirada al abismo, de la clave de las apariencias hechas trizas, del libre albedrío precediendo la tragicomedia se materializó de forma definitiva cuando El Terrat decidió producir La Resistencia, un late-late night presentado por David Broncano y en la que la única ley era la ruptura de las concesiones establecidas. Era un soplo de aire fresco, habíamos descubierto un nuevo color, alguien por fin se tomaba en serio lo absurdo.
Y el día que Broncano descansó y se instauró en lo underground, Los Felices Veinte de Nacho Vigalondo nos empujó a una resaca perpetua estableciendo de forma definitoria lo que una parte del público ansiaba sin ser capaz de materializarlo en una demanda clara: el patetismo como elemento de entretenimiento.
Si pudiéramos establecer un símil aclaratorio; Buenafuente sería el bar castizo, Broncano la discoteca de moda y Vigalondo el after decadente. Los Felices Veinte es un programa directo, efectivo, desnudo, bienintencionado, anormal y demencial que, contra todo pronóstico, funciona a la par que cumple con los estándares que se esperan de un formato de entrevistas. Gracias al aderezado de Aníbal Gómez y Gakian (que lejos de revertir el orden natural, lo explotan por los aires), la miscelánea inclasificable que va desde el estándar americano hasta el humor absurdo de las redes sociales trasgrede el surrealismo para pasar a ser simple y voraz entretenimiento.
Y no, no estamos ante un caso en que el programa sea tan deprobable que borra los límites con lo que se supone que es calidad (la realización, de hecho, es excelente, y en su ejecución rompe constantemente la cuarta pared al ser espectadores de los operadores de cámara en el paisaje del plató). Tampoco sucede un efecto Dalí en el que la extravagancia busca a gritos una intención erudita o pseudointelectual, lo que haría nauseabundo la experiencia como audiencia: en la búsqueda de un estilo propio, reconocible y sin ínfulas grandilocuentes, Los Felices Veinte está más cerca de David Lynch que del dadaísmo.
Desde la sobrecargada puesta en escena, el frenético caos dirigido, la mera vocación de entretener al público y, por qué no decirlo, la retroalimentación surgida de la amistad entre los colaboradores y un gran número de los invitados (recordemos las miradas cómplices entre Ernerto Sevilla y Aníbal Gómez que preceden al «micro abierto» de Gakian), acaba resultando un formato que acaba por complacer a todos aquellos que deseabamos un escenario donde el absurdo fuera un rotor principal de entretenimiento, donde la subversión de los códigos de conducta establecieran un libre albedrío que, desmedido y seco por momentos, quebrantara de una maldita vez esea tenue, encorsetada, aburrida y edulcorada línea de actuación de la televisión mainstream.
Al fin y al cabo, el absurdo es el estado natural del ser humano y la seriedad, no más que un constructo protocolario impuesto por la gente insegura.
O no. Yo que sé.