Imaginad tener un paquete envuelto en vuestras manos durante años. En ese tiempo, mientras vuestras manos juguetean con el lazo del envoltorio, a vuestro alrededor crecen los rumores, las conjeturas, los deseos por saber qué habrá dentro. El paquete es ya el centro de atención. Cuando llega la hora de abrir el paquete la cabeza está saturada de ideas y ninguna corresponde a lo que ves el interior. Las expectativas son inevitables. Pero, ¿son justas?
Está volviendo a pasar. La recta final de Juego de Tronos ha causado escozor a unos y ha levantado aplausos para otros. El penúltimo episodio de esta historia que durante ocho años ha acompañado a muchos no ha dejado indiferente a nadie, para bien o para mal. Pero esta historia es de sobra conocida.
Porque si ampliamos la mira y observamos el mapa completo de esta tierra devastada a la que llamamos cultura de pantallas constatamos que Juego de Tronos no ha hecho más que reabrir por enésima vez una vieja herida que nunca ha dejado de sangrar por mucho que se haya cosido. Esa lucha entre las expectativas generadas y la realidad presentada. Irreconciliables. Y de paso, ha vuelto poner sobre la mesa ese debate sobre la responsabilidad del creador, el papel del fan, y la autoría de una obra.
Comencemos estableciendo que sí, la culpa es nuestra, los que consumen, los que le dan al play. En el momento en el que una obra genera conversación, accede a dar, casi donar, parte de su cuerpo para el intercambio de ideas de quienes la siguen. El precio del poder. El silencio, al final, mata al éxito. El ruido, siempre encumbra. ¿Entonces? Una vez acordada esta relación de poder, esa concesión a que haya debate a cambio de notoriedad, llega el momento de decidir: ¿está dispuesto el autor de que esa cesión incluya pérdida de poder sobre su creación? Y en el otro “bando”: ¿está el fan dispuesto a tener la responsabilidad de influir en algo que no ha creado? La respuesta que dan los dos es un sí rotundo. Todos creen ganar así.
Cuando el autor nos “regala” ese paquete envuelto cuyo interior desconocemos, espera complacernos. Pero hay un problema. Como cuando se juega al amigo invisible con un grupo de desconocidos, el autor no sabe realmente qué regalarnos. Muchas veces no sabe qué necesitamos. O peor; cuando lo sabe, es esa situación incómoda del fan service. Que me guste la cocina no quiere decir que quiera tener mi décimo libro de cocina en mi estantería. Sentimos que el paquete es nuestro por derecho, incluso antes de abrirlo, por lo que obtenemos un sentimiento de pertenencia que no nos pertenece. Ahí surge el conflicto.
En esta situación cabe preguntarse si los derechos del fan a ser complacido chocan con los derechos del autor a crear, sobre todo cuando lo primero se está comiendo a lo segundo. No es un escenario fácil. Si es autor no escucha a los fans puede caer en un autoritarismo que se suele volver en su contra, pero si abre las puertas de par en par deja de ser él quien firma la obra y lo creado queda hecho trizas por una masa heterogénea de apetencias excesivamente caducas y contradictorias.
Cuando la opinión pública ardió tras el estreno de Los Últimos Jedi, pudimos ver lo peligroso que resulta no haber resuelto ese equilibrio entre obra y público. Cuando les expectativas de muchos fans quedaron enterradas, la obra quedó manchada. Pero, ¿fue justo? ¿Es justo que ahora se recojan firmas para pedir que se rehaga la octava temporada de Juego de Tronos? No, claro que no lo es. Es un auténtico delirio. Un delirio legítimo, pero un delirio propio de los Targaryen. Tras estas obras hay un mensaje, unidireccional en el sentido narrativo. Una idea que se quiere transmitir, un concepto que busca emocionar. Depende de nosotros cómo recibir esta idea.
La frustración por las expectativas incumplidas se soluciona asumiendo que la fantasía es un mundo inexistente separado de la realidad por un muro de coherencia. Esta fantasía puede sentirse auténtica, veraz, hasta mejorar la realidad, pero ese muro no se debería derretir. Por supuesto esto no quiere decir que los autores deban encerrarse en su torre de marfil. En esta era de las comunicaciones el intercambio de ideas debe ser sano y constructivo. La crítica es más necesaria que nunca porque da lugar a la exigencia, y eso repercute en la calidad del producto que recibimos envuelto. A mayor escrutinio fan, mejor será el interior del paquete, menor la frustración.
Pero el final de Juego de Tronos enfadará a muchos, precisamente, por creer que el envoltorio era transparente. La solución pasa quizá por dejar de intentar mirar con tanta ansia a través del envoltorio de ese regalo que nos hacen antes de abrirlo.