“Creo que se ha estrenado en un mal tempo, nos quedan ya muy lejos esos facetimes con nuestras madres durante la cuarentena”, se comentaba en uno de mis podcasts favoritos sobre Inside (2021) de Bo Burnham. Aunque creo que pocas cosas más interesantes veremos este año en nuestras pantallas que el soliloquio pandémico del cómico estadounidense, entiendo ese sentimiento que se materializa en la cita.
No me extraña que el especial de Netflix pueda resultar ya anacrónico para algunos, por mucho que la pandemia parezca sufrir un evidente complejo de Sísifo. Parece que aquello que desbordó distópicamente nuestras vidas ya no va con nosotros, que mirar ahora hacia atrás sería un acto totalmente contraproducente, contrario a la sinergia lógica que cualquier persona con dos dedos de frente querría adoptar: la de avanzar y, por lo tanto, la de olvidar.
He leído muchos alegatos en Twitter, ese tan horripilante como hipnótico lugar, en contra de que la ficción nos recuerde la cuarentena. Y, de nuevo, no me extraña en absoluto que queramos reivindicar el cine como un oasis de seguridad, sobre todo en un momento en el que el séptimo arte parece estar perdiendo su naturaleza de vehículo hacia la evasión, en un contexto en el que las películas ya no quieren resguardarse de lo real dentro de esa caja fuerte que son las salas y se ven obligadas a convivir con lo desmitificadamente cierto.
En el momento en el que reproducimos las ficciones en el mismo dispositivo en el que se nos informa de los horrores que edifican (por desgracia) nuestra realidad, el cine se ve obligado a no desentenderse de aquello que, por definición, le resultaría antitético. Pero las salas de cine dan para texto a parte, así que mejor las aparco aquí mismo.
“Al cine siempre le ha venido bien apropiarse del trauma para articular a partir de él su causalidad”, comentó lúcidamente un muy buen amigo mío tras darle un sorbo a su birra (juro que también hablamos de cosas menos pedantes, lo prometo). Ni siquiera recuerdo exactamente si estas fueron las palabras exactas, pero bueno, esta era la idea. Me veo en la obligación de reivindicar un cine pandémico en el momento en el que veo en él la oportunidad de canalizar el trauma compartido más relevante de nuestra generación.
Por mucho que estos textos puedan ser escritos en singular, como ocurre en el caso de Burnham u ocurrirá inevitablemente con cualquier persona que quiera relatar lo ocurrido durante el encierro generalizado de 2020, resultará imposible no verse a uno mismo en el otro. Al fin y al cabo pocas cualidades definen mejor al cine que su capacidad de ser un ritual individual y social al mismo tiempo, un intercambio de fantasmas.
Toda generalización es mala y por supuesto no voy a esmerarme en detectar la paja en el ojo ajeno sólo porque lleve meses viendo la viga en el mío. Pero me es imposible no darme cuenta de las secuelas psicológicas (sobre todo) que la pandemia ha dejado a nuestros ambientes, de los fantasmas que ha despertado y lo difícil que nos es aún a día de hoy señarlárselos al resto por mucho que sepamos que también los estan viendo, quizás por miedo a ser tachados de ilusos por nuestros aparentemente escépticos círculos.
«Marianne necesita contarnos la historia completa para que así exista», escribía una queridísima allegada en un borrador sobre Retrato de una mujer en llamas (2019) de Céline Sciamma. Igual que en otros casos serían los propios cineastas como Antonioni, por ejemplo, los que nos advertirían en obras como Blow up (1966) sobre los peligros de querer cristalizar lo real en la ficción, aquí ocurre lo contrario (o más bien exactamente lo mismo, sólo que podemos utilizarlo a nuestro favor). Si el italiano nos advertía, siguiendo la linea de pensamiento sontaguiano, que fotografiar no es duplicar la realidad sino asesinarla, quizás filmar la pandemia sea la respuesta a todas nuestras oraciones. Necesitamos que esta historia exista para que nuestros traumas sean algo más que simples casualidades. La necesitamos para que nuestros descensos a los infiernos hayan valido la pena.
A principios de año veía She dies tomorrow (2020) de Amy Seimetz, una cinta que aún no entusiarmarme en exceso materializa de la forma más hiperbólica posible ese miedo al trauma disociado de la causalidad. Ver representado en una pantalla ese miedo absolutamente injustificado a la muerte inmediata es una metáfora total e indiscutible, ya que es el ejemplo perfecto del cine como terapia psicoanalítica. La proyección del filme de Seimetz se realiza únicamente para que cada espectador lleve a cabo su propia proyección freudiana sobre ella y convierta el casual trauma fílmico en su causal trauma personal. No cabía duda, por lo tanto, de que su estreno post-pandémico iba a limitar considerablemente el abanico de interpretaciones.
En mi caso, ese incómodo relato vírico no me pudo resultar más reconfortante, en cuanto que pude ver por fin la paja en el ojo ajeno. Creo que todos tememos un poco más a la muerte después de este 2020. Al fin y al cabo ha sido un año cimentado sobre la pérdida, sea cuál sea la forma en la que se haya manifestado. Siento un hipocondríaco miedo a la pérdida. Quizás sea yo el único y quizás este texto haya estado reivindicando una pluralidad inexistente. Puede que sea yo el único que necesita que el cine hable de la pandemia y esté poniendo en boca del cine palabras que nunca pronunció. Es posible que nadie necesite mirar de nuevo cara a cara a la pandemia en una sala. Pero «que la música no equivalga a olvido», pide Yeray S. Iborra.