Me parece oportuno comunicarte, mi querido/a lector/a, que este artículo contiente spoilers de «Blow-up» de Antonioni. Sigue leyendo bajo tu responsabilidad.
Entre 1928 y 1929, el pintor surrealista René Magritte pinta una pipa en un lienzo. Simplemente eso, una pipa. Bueno, no exactamente. Junto a la pipa podemos leer una frase: Ceci n’est pas une pipe, es decir, esto no es una pipa. Entendemos así que, si lo único que el pintor plasma en el cuadro es una pipa pero, a su vez, él mismo nos advierte de que eso que observamos no es realmente una pipa, podemos llegar a la conclusión de que sobre ese lienzo no hay nada.
Titula a su obra La traición de las imágenes justamente para hablarnos de la concepción errónea que tenemos de ellas. Lo que el artista ha plasmado en el cuadro no es una pipa, es sólo una representación de una pipa. Una copia, un calco, una falsificación, una imitación. Esa pipa intenta ser una pipa pero nunca podrá llegar a serlo, y es un grave error por nuestra parte concederle el mismo estatus que a una pipa real. ¿Y por qué es un disparate hacerlo? Quizás nadie lo haya explicado nunca tan bien como Michelangelo Antonioni en su película Blow-up, la que considero como una de las películas más imprescindibles de la historia del cine.
El cineasta italiano narra la historia de Thomas, un famoso fotógrafo que, durante una de sus cotidianas sesiones por un parque, acaba fotografiando de forma involuntaria un supuesto asesinato. Durante el resto del metraje, nuestro protagonista intentará descubrir a partir de la imagen todo lo posible acerca del indeseado suceso, sumergiéndose así en su propia obra hasta el punto en el que la dimensión real y la fotográfica se unen en una misma. Finalmente, se dará cuenta de que ese asesinato nunca fue real.
Aquí es donde debemos acudir a Susan Sontag, una reconocida escritora, filósofa y cineasta estadounidense. Concretamente, a su libro Sobre la fotografía. En este ensayo, Sontag nos habla, entre otro temas, de lo que Magritte intentaba defender con su obra anteriormente nombrada. Habla de las fotografías como un simulacro de nuestra propia realidad, como un inocente intento de convertir momentos mortales en inmortales. De hecho, ¿por qué si no hablamos de “inmortalizar” como sinónimo de “fotografiar”? No estamos haciendo inmortal un instante, sino creando una copia de este que, aún durar para siempre, nunca será real.
“Una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia”, dice Sontag. Por eso el final de Blow-up nos habla tan bien de por qué concebir las fotografías como una extensión de la realidad es un error. El fallo de Thomas es creer que estudiar una foto es equivalente a estudiar ese instante que él vivió. Porque en la fotografía del supuesto asesinato, al igual que ocurre con el cuadro de Magritte, no hay nada. Ce n’est pas un meurtre, esto no es un asesinato.
Las fotografías no son más que sombras proyectadas en la pared de la caverna de Platón, por mucha naturaleza realista o verídica que les queramos atribuir. Nuestro fotógrafo decide vivir dentro de esa cueva porque esas sombras le parecen mucho más fascinantes que cualquier cosa que pueda encontrar fuera de ella. Porque esa foto, aunque se construya sobre mentiras, es una perfecta excusa para olvidar que lo que construye nuestra realidad quizás no sea tan fascinante.
La verdadera magia de Blow-up reside justamente en este punto. Porque el final, aún parecerlo a primera vista, no busca echarnos en cara que en ocasiones nos dejemos hipnotizar demasiado por las imágenes y perdamos la noción de la realidad, sino más bien todo lo contrario. En la escena final de la película, habiendo averiguado Thomas que el asesinato no había existido en realidad, este se encuentra con un grupo de mimos jugando a tenis sin raquetas ni pelota. Aunque al inicio parece extrañado e incapaz de entender lo que ve, al poco tiempo empieza a oír el sonido de la pelota botando e impactando contra las raquetas de los jugadores. Incluso llega a devolverles la «pelota» cuando esta se sale del campo. El juego se hace real aún no serlo.
En esta escena, Antonioni escribe una oda a la falsedad de la imagen. Defiende que, en ocasiones, puede ser mejor vivir en la ignorancia de la cueva de Platón si eso consigue hacerte feliz. “Las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción”, defiende Sontag. Quizás el director nos esté hablando del propio Arte ,y más concretamente, del propio cine, como una proyección en la pared de una cueva que nos hace creer que el mundo puede llegar a ser un sitio más perfecto de lo que realmente es. Porque vivir en la imagen es vivir en una fantasía. ¿Y quién no querría vivir en un sueño? ¿Quién no querría pensar que eso sí que es realmente una pipa?