Durante la pasada edición de L’Alternativa tuve el placer de poder charlar con Raúl Capdevila, director de Los saldos, un retrato familiar que deambula entre la auto-ficción y el western sin ninguna intención de diferenciarlos.
Mentiría sin dijera que no le tengo un cariño especial a esta entrevista. No sólo porque nuestro encuentro sirviera para diseccionar los vínculos entre el género y el documental o para divagar sobre un (otro) cine de lo real, sino también porque permitió poner sobre la mesa fantasmas no tan elegantes que asedian la industria pero nunca las entrevistas. Hablamos de cowboys y familia, pero también de precariedad y trabajo no-remunerado con un director que también filma jugando a rol.
Los saldos se puede disfrutar actualmente en diferentes salas nacionales. Puedes consultar ciudades y fechas aquí.
PREGUNTA: Quería empezar preguntándote sobre una cuestión que se puede intuir en la propia escena inicial de Los saldos. ¿Cuál es tu relación con el western y por qué decidiste adentrarte en una película que está en constante diálogo con este género?
RESPUESTA: Las primeras películas que vi cuando era pequeño fueron westerns. No es porque fuera un poco polla vieja (que lo soy), sino porque a mi padre siempre le han gustado muchísimo. Cuando ponían una película del oeste en la tele me pedía que me quedara y me perjuraba que eso me iba a gustar. Así que me sentaba a su lado y la veíamos. Siempre ha sido un género que me ha gustado mucho. Soy bastante friki, juego bastante rol y las campañas que hago siempre están ambientadas en el oeste. Digamos que todas las películas que jamás podré filmar se las regaló a mis queridos jugadores.
Además de eso, el western siempre ha tenido una manera (aunque sea muy americana) de tratar estas problemáticas relacionadas con las dicotomías entre campo y ciudad, entre progreso y ley natural. Estas temáticas dialogan mucho con mi día a día trabajando en el campo. También con la evolución del sector rural que yo he podido vivir, desde mi abuelo con su pequeña granja a la explotación de carácter empresarial que tiene actualmente mi padre. Siempre me han parecido temas estrechamente relacionados.
Conforme voy aprendiendo sobre el género me empieza a llamar la atención la idea del héroe como arquetipo esencial del oeste, como esa figura que siempre acaba por actuar como agente de progreso. El héroe acaba siendo aquel que va a pacificar o a civilizar una determinada zona. A medida que pasa el tiempo, la aparición de la civilización y el espacio urbano lo van apartando a los márgenes hasta convertirlo en héroe crepuscular, momento en el que debe tomar la amarga decisión de desaparecer o de adaptarse. Y de repente ahí algo conectó dentro de mí. Me di cuenta de que eso es lo que nos estaba pasando a nosotros.
Mi familia llegó a un territorio para pacificarlo. Montó sus pequeñas granjas de subsistencia para que setenta años después tengamos que plegarnos ante la gran agroindustria para que nos dejen seguir trabajando y, en definitiva, seguir existiendo. Ahí encontré un núcleo que me pareció muy interesante y que me permitió ir construyendo esta historia.
P: Viendo tu película da la sensación, justamente, de que es imposible separar tu vida del western, tanto familiar como laboramente, incluso iconográficamente con esos paisajes que presentas en la película. ¿En el proceso creativo, viene antes el homenaje al western o el homenaje a tu familia?
R: A su manera, todo esto es una carta de amor a mi familia, a mi padre e incluso a todos los trabajadores y trabajadoras que no he llegado a conocer ni llegaré a conocer jamás. Es una carta de amor amarga, pero lo es. Para mi padre, al igual que para mi abuelo y en general para toda esa generación, hablar de western era hablar de cine. Es como si a un chaval le hablas del gran cine de superhéroes dentro de 30 años. Para ellos eran las películas. Porque claro, solo había westerns, y más en un contexto tan rígido como lo fue el final del franquismo.
Recuerdo cuando vine a estudiar a Barcelona y uno de los primeros regalos que le hice a mi padre fue un DVD de Centauros del Desierto que compré en el Setanta-nou. Yo creo que la película no podría existir sin esa mezcla entre la experiencia vital y la experiencia mediatizada por el género. Siempre íbamos por el campo pareciendo dos cowboys un poco tontos. A veces lo comentábamos, mientras íbamos por el secano con la furgoneta. Creíamos que eso era de película. Y aquí estamos.
P: ¿Cómo ha sido trabajar con tu padre y, en general, con un reparto estrictamente no-profesional? ¿Cómo has equilibrado la balanza entre el guion y la improvisación? Al fin y al cabo, como comentabas, hay una realidad de base que ya estaba funcionando con los códigos de la ficción.
R: Todos los actores son familiares o amigos. Incluso el antagonista de la historia es mi tío (ríe). Ha sido una experiencia increíble. Enseguida empatizaron con el proyecto, y mira que no sabían muy bien dónde se metían. Yo me planté ahí un día con el director de fotografía, que es un amigo de la carrera, y le dije a mi padre: «Vamos a hacer una película». Me dió una palmadita en la espalda, supongo que tratándome de loco. Cuando ya hicimos una primera toma de contacto y le enseñé los teasers que habíamos montado empezó a creerme. Supongo que se dió cuenta de que se podía sacar algo de ahí.
Este es un proyecto en el que he hablado mucho con mi padre. Queríamos retratar el contexto rural, pero siempre intentando no romantizarlo. Queríamos que fuera algo amargo, incluso que se mostrara esa rutina aburrida propia del trabajo en el campo. Creo que algunas escena materializan bien lo que se siente al estar dos horas trabajando. Sobre el trabajo de guión, yo lo que tenía muy trabajado eran las escenas como bloques. Sabíamos que ahora íbamos a filmar una escena de almuerzo con mi padre y que después iba a recibir una llamada. Pero no había jamás un trabajo de frases y líneas. Todas lo que se dice es improvisado.
P: Hay algo que me interesa mucho de Los saldos, que justamente tiene mucho que ver con lo que comentabas acerca tu tío interpretando al villano, que es cómo tu película se relaciona con el documental y, por así decirlo, con lo real. ¿Cómo te enfrentas a una auto-ficción desde los códigos del western? ¿Tienes en cuenta las formas del documental a la hora de plantear tu historia sobre estos héroes crepusculares?
R: Valoro mucho que se sientan esos toques de documental porque era la intención desde el primer momento. Quizás es un método que he establecido por capacidades o incapacidades personales, pero me siento cómodo teniendo siempre en una mano todos los recursos narrativos más propios de la ficción, incluso de un género en sí mismo, con sus estructuras, sus arquetipos y demás. En este caso es el western, pero como si es el cine negro… Y en la otra mano, me gusta tener siempre la propia experiencia del día a día.
Cuando tienes ambos mundos en las manos, ya sólo tienes que mezclarlos y a ver qué sale. Efectivamente la película está trabajada desde un lenguaje de la ficción, con referencias al western, muy autoconscientes de que estamos haciendo una ficción, pero al fin y al cabo todo lo que ocurre es medio año de 2019. Hay algo que me interesa, que es cómo transcribir esta gran estructura narrativa con tal de aplicarla a una cotidiana.
Cuando me quejaba sobre cualquier cosa con mis amigos después de ver alguna película en la Filmoteca (es bien sabido que a los estudiantes de cine no nos gusta nada), siempre se nos hacía muy antigua esta distinción entre documental y ficción. Entendíamos, eso sí, que hay un lenguaje ahí. Yo le puedo preguntar a mi padre cómo es el lenguaje documental y me lo sabrá explicar. Puede haber un lenguaje asociado a la ficción y un lenguaje asociado al documental, una forma de filmar, un dispositivo… Pero yo me siento incapaz de separar esos mundos. Me siento mucho más cómodo hablando de películas y ya. En cualquier documental hay intención y subjetividad.
P: En tu película se hace muy evidente esta autoconsciencia de la impureza del documental. Parece como sí, tras saber que toda realidad filmada se convierte inevitablemente en relato, hubieras decidido ir con todo y adherirte a los códigos más inequivocos del género más indiferenciable.
R: Yo me encuentro muy cómodo hablando de géneros. A mí me gusta el western con todo el alma. Tengo mis dificultades con el terror, pero eso ya es algo personal. Hay algo en el género muy relacionado con los dispositivos. En mi anterior película, Judas, trabajamos de forma rotundamente opuesta. Ahí digamos que éramos más pescadores. Nosotros íbamos con la cámara y estábamos seis o siete horas al día grabando. Eso me agotó. Para Los saldos quería todo lo contrario. Aquí éramos más cazadores. Yo sabía qué escenas quería hacer. Realmente hay muy poco más grabado de lo que sale en la película.
P: ¿Cuántas personas tenéis en el equipo de rodaje? Al fin y al cabo la película se mueve en los códigos de lo inmenso del western, pero reivindica al mismo tiempo un relato muy íntimo que no tiene miedo a acercarse a los personajes.
R: Iba a decir que la precarierdad nos ayudó, pero me niego a decirlo (ríe). ¡Por favor, conseguid dinero y pagad a la gente! Durante el primer año éramos Gerard, que es el director de fotografía, yo y mi padre, lo cual era muy triste. No había nada de épico ni de romántico en todo esto. Hay que tener equipo. Había momentos en los que agradecía no tener que salir delante de la cámara simplemente porque sino nadie podía hacer el sonido. Durante algún plano de seguimiento hubo que hacer foco, así que mi padre conducía la furgoneta mientras yo hacía el foco y Gerard movía la cámara.
En el segundo año entraron las ayudas económicas y pudimos ser más. ¿Cuántos llegamos a ser el día que tuvimos que filmar la escena más ambiciosa? Pues creo que fuimos cinco. Tampoco era mucho, pero al menos Gerard pudo tener un ayudante.
P: La precariedad es un tema esencial en la película, tanto fuera como dentro de la diégesis. Está la precariedad de tu padre, pero también la tuya. Hay una escena en la que le cuentas a tu padre que aún no te han contestado de FNAC. A mí tampoco me llamaron de FNAC después de que me hicieran una entrevista. Me encanta que Los saldos también deje caer que aquel que quiere dedicarse al cine tiene algo de héroe solitario e incomprendido.
R: Una de las cosas que hablamos cuando empezamos la película fue que, con el poco dinero que tuviéramos, la prioridad iba a ser pagar al equipo. Prefería matar escenas que dejar a los técnicos sin cobrar. Son mis amigos y venían a trabajar. ¡Qué menos! Si estás trabajando, tienes que cobrar. Las películas necesitan dinero, pero no para llegar a las dos horas. Estar editando cuesta dinero porque cuesta tiempo de tu vida. Hay que luchar por financiarlo, pero no ha sido fácil.
P: Es preocupante que, por los propios ritmos que proponen, incluso las universidades y escuelas de cine parecen promover este trabajo no remunerado. Un/a estudiante puede haber currado en cuatro películas en un año y no haber visto un duro.
R: Nosotros a día de hoy aún no hemos amortizado la inversión de Los saldos. Luego te vas a consultar el convenio de películas de bajo presupuesto y todas han tenido, como mínimo, 750.000 euros. ¡Yo estoy 700.000 euros alejado de la película de menos presupuesto! Esta es una primera película y puede que nos permita acceder a futuras convocatorias de ayudas, pero uno no puede pasarse la vida así. No puedes pararlo todo para esto.
P: Quería acabar preguntándote la única opinión sobre esta película que realmente importa. ¿Qué le ha parecido a tu padre?
R: A mi padre le gustó. La cosa es que nunca hubo sorpresa, porque a medida que montaba se la iba enseñado. Creo que le ha gustado también porque ha sido parte del proceso, ha podido contribuir. Sé que le ha gustado también por la honestidad con la que hemos trabajado su idea.