Instigados por el aburrimiento de la cuarentena, y decididos a amenizar el forzado retiro de nuestros lectores, mi compañero Alejandro Liria y yo hemos decidido comenzar a publicar una serie de artículos llamada ‘Un plato de spaghetti’. El objetivo de este ejercicio es escribir acerca de los que, a nuestro juicio, son los 10 mejores Spaghetti Western de la historia. De forma alterna, iremos subiendo piezas (cinco cada uno) sobre las películas elegidas.
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En 1970, Sergio Corbucci estrenaría la que para algunos (entre los que me incluyo) es su gran obra maestra. Vamos a matar, compañeros supone uno de los usos más eficaces de la autoconciencia y el tempo tragicómico de la historia del género. Usando con sabiduría y templado pulso los recursos disponibles se construyó, plano a plano, una absoluta obra maestra de lo underground. Irónica y mordaz, la película toma el relevo de grandes obras anteriores como Yo soy la revolución (Damiano Damiani, 1966) y confecciona un trasunto esperpéntico y autoparódico de los Zapata western (aquellos que están ambientados en la revolución mexicana). El excelso trabajo de guion, distando mucho de ser canónico, es un alarde despreocupado de genialidad histriónica y épica compañerista.
Además, la cinta nos regaló algunos de los mejores personajes de la historia del subgénero. Entre ellos los inolvidables Vasco y Sueco, interpretados por los icónicos Tomás Milian y Franco Nero respectivamente. Juntos, estas dos leyendas del cine constituyen una de las parejas más improbables, extrañas, hilarantes y agudas que yo haya visto jamás. La evolución de los personajes tiene una estructura eminentemente arquetípica (el mercenario extranjero que se acaba uniendo a la revolución, el canalla que termina redimiéndose, el malo histriónico y caricaturesco…) y sin embargo esto no impide que su construcción sea extraordinariamente fresca, atrevida y original. La película cuenta también con dos secundarios patrios de lujo que fueron muy habituales en el subgénero, Fernando Rey (también en Navajo Joe, Colmillo Blanco, Una ciudad llamada Bastarda, Joe el implacable…) y José Bódalo (dentro del spaghetti en Django, Uno después de otro, Garringo, Un tren para Durango…).
Como cualquier spaghetti western que se precie, esta película tiene un actor genuinamente norteamericano para acompañar a los europeos que jugaban a ser vaqueros. Y no es otro que el gran Jack Palance, figura muy habitual en el western europeo (Salario para matar, Tedeum, Diamante Lobo…) que varias décadas después sería oscarizado por Cowboys de ciudad (Ron Underwood, 1991) (más en reconocimiento a su tenaz carrera que a su interpretación en el filme). El aporte de su personaje, si bien es más discreto que el de algunos de sus compañeros de reparto, es tan fundamental como hilarante. Lleno de excesos sobreactuados, este villano posee una característica surrealista y extrañamente común en estas películas, es adicto a la marihuana (algo que ya hemos visto en otros malvados como Indio, de La muerte tenía un precio)
Esta inolvidable odisea revolucionaria, que con velada inteligencia introduce un relato mordaz, reivindicativo y muy político, ha quedado grabada a fuego en la memoria de muchos amantes del spaghetti como uno de los títulos más entrañables de esta etapa histórica. Vamos a matar, compañeros siempre será una de las películas de cuyo visionado disfruto más. Su inolvidable y emotiva escena final me parece, además, uno de los mejores momentos de la historia del cine. Esta cinta es un ejemplo imborrable de artesanía técnica y artística que supone una de las cimas del western no solo europeo sino mundial. Catalogada como imprescindible por la ‘Guía del Spaghetti Western‘ de Ron B. Sobbert, el filme es obligatorio para cualquier espectador que quiera adentrarse en el apasionante mundo del Eurowestern.