Tan sólo dos años antes del estreno de Django (Sergio Corbucci, 1966), Sergio Leone había estrenado Per un pugno di dollari, una calcomanía sin confesar de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961). Leone perdió el litigio con Kurosawa y quedó demostrado el plagio, pero, pese a la innegable copia del guión, había algo en el estilo artístico y cinematográfico de Leone única en el western hasta esa fecha. Los zooms exagerados (ya llamados italianos dada la procedencia de su autor), la exacerbada violencia mostrada (a los ojos de la sociedad de la época), los valores inmorales del que se suponía, debía ser el héroe recto y puro…
Una serie de conjugaciones habían erigido a Por un Puñado de Dólares como el resurgimiento del género del oeste, dado por muerto hasta por su propio padre fundador, John Ford. Comenzaba la juventud de una nueva generación de espectadores que ya miraban con recelo las batallitas de los nazis de sus padres con distancia. Que buscaban la libertad plena, dejarse el pelo largo y cantar sobre el amor libre y las drogas. Y en esa búsqueda utópica, aparecía una cinta que no era el blanco y negro que comenzaba a representar Wayne.
Cabe esperar (como en todas las artes) que un éxito que sienta las bases de una nueva corriente sea copiado (y mal copiado) hasta la saciedad, en busca de exprimir hasta la última gota de dinero o de expresión. Esta es la historia de Django.
Corbucci, una vez como hizo Leone (y bajo la aparente impasibilidad de Kurosawa), remakeó la idea de un forastero misterioso y violento que en su viaje se cruza con la lucha de dos bandas en el pueblo en el que se hospeda de paso. Esta es exactamente la idea en los tres films (que se estrenan casi de manera consecutiva: 1961, 1964, 1966).
¿Qué trae nuevo Corbucci a una idea más que saturada por entonces? Pues, a decir verdad, bastante. Si a nivel visual y cinematográfico, Leone había invertido el status quo de Hollywood hasta ese momento, la filmografía western de Corbucci (que se iniciaba con Django) establecía una narrativa y desarrollo de personajes mucho más realistas y profundos que el Leone de Por un Puñado de Dólares.
El Django de Franco Nero rompía el esquema de Leone de hombre-sin-nombre-ni-pasado: la vestimenta del antihéroe nos indica que ha estado en el lado unionista de la Guerra Civil americana (aquí Corbucci comienza a impregnar su obra de un mensaje político, como nos habló mi compañero de sección Carlos Portolés en Vamos a matar, compañeros). Asimismo, a lo largo de la película, conocemos que Django estuvo enamorado y casado con una mujer, asesinada en su ausencia durante la guerra por el villano magistralmente interpretado por Eduardo Fajardo; esto deriva en que el protagonista cuente con un móvil de venganza realista y que justifica sus acciones (algo que no pasaba en Yojimbo y en Por un Puñado de Dólares, que simplemente estaban jugándose el pellejo por diversión y un poco de dinero).
Los finales agridulces y oscuros del italiano (que alcanzan su cúlmen en una obra que analizaremos la próxima semana, Il Grande Silenzio) ya se mostraban en ligeras pinceladas en sus anteriores obras, pero aquí maneja con soltura absoluta su primera obra «libre» y sin ataduras de producciones dictatoriales.
El éxito de Django es tal (pese a que, en principio, no era previsible) que Franco Nero se convierte en una estrella del cine europeo, así como un modelo de referencia masculino. La marca Django, al no estar registrada como en las películas modernas, la tomaron autores de todos lados para sus películas. No eran secuelas, ni precuelas, ni remakes: al ser de libre uso, cualquier guión con un héroe gris y chulesco llevaba de nombre y título. Django era un cuasi-superhéroe que aseguraba el éxito comercial y servía para atrapar al espectador. No sólo era una aseguradora de éxitos, era también un cebo de ventas que Europa explotó de manera exacerbada en más de 31 películas con títulos ridículos a la par que originales, algo que ni Takashi Miike ni el mismísimo Tarantino desaprovecharon en su homenaje al género con Sukiyaki Western Django ni Django Unchained.