«Me encantaría poder decirle, Lloyd, que para hoy tengo un tema de conversación. Pero mi cabeza está demasiado ocupada». Son las doce de la noche en el bar del hotel Overlook y me siento abatido en la barra. «Tómese un Martini, joven, y todo se andará». Mi fiel camarero sirve el cóctel, rebosando accidentalmente el vaso. «Perdone, perdóneme». El recipiente está hasta la bandera. Está excedido. «Déjelo así, Lloyd. Acaba usted de desatar el nudo dentro de mí».
Si hubo una película en el año 2017 que me obsesionara tanto o más que Baby Driver, fue El Bar, de Álex de la Iglesia. Una verdadera obra maestra del suspense, terror y el humor negro con una denominación de origen clara. Aplaudida enfervorecidomente por el Festival de Málaga, alabada fuera de concurso en la Berlinale y un éxito reconocido por diversos públicos del exterior de España. Devoré los contenidos de su Blu-Ray, revisioné la película más de siete veces en menos de un mes y medio (la vi prácticamente una vez por semana). Realmente la palabra que definía mi amor por la película era obsesión.
En mi encrucijada por absorber toda la información posible de ella, vi varias entrevistas al equipo y reparto en Youtube, analizaba sus fuentes de inspiración y, como no podía ser menos, leí diversas críticas. En estas fue donde topé con un muro que, pese a ser previsible, torció mi gesto por enésima vez en mi encuentro con las opiniones sobre el genio bilbaíno. Una palabra se repetía sistemáticamente y pretendía ser un argumento en contra de la película (y por lo general, de su filmografía): exceso. «Exceso», «excesivo», «excesivamente» y todas las variables gramaticales habidas y por haber. Se tomaba una característica clásica del cine de terror de clase B, grindhouse, que Álex de la Iglesia recoge y manipula con enorme acierto como algo erróneo, desorbitado, innecesario.
¿Hasta qué punto algo es excesivo o insuficiente? ¿Cuál es la vara de medición por la que una persona se guía para especular sobre ello? Y por encima de todo: ¿por qué el exceso o la insuficiencia deben ser tomados como valores negativos?
El exceso, cruzar la línea de tensión o cordura en una historia, ahoga al espectador. Lo aprisiona en la butaca. Incomoda, palidece, marea. Siendo directos: transmite. Cuando observo a Blanca Suárez y a Mario Casas en ropa interior, cubiertos de la basura de las cloacas, sudando, angustiados, mientras un enloquecido Jaime Ordóñez grita cánticos eclesiásticos con una barra de metal en la mano, mi estómago se revuelve. Pero no puedo dejar de mirar la pantalla. Porque esa tensión clásica, herencia de Hitchcock, me obliga a observar el desastroso final de la persecución. El término medio en una escena así engulliría todos los elementos que la hacen especial y única. Rebosar el vaso es justo lo que nos demuestra que hay unos límites y que somos libres de sobrepasarlos.
A eso los críticos españoles lo llaman «excesivo». Con un pero delante. Cuando en La Cosa de Carpenter, la bestia abre su cabeza y devora salvajemente al personaje de Windows… ¿no podemos hablar de terror, de gore como síntomas de una obra magna?
El cine de Álex de la Iglesia me recuerda inevitablemente al humor de Ignatius Farray: se basa en ir creando una bola de nieve y lanzarla cordillera abajo. Y a crecer. Cada metro son dos centímetros más que se añaden a la avalancha. Y cuando menos lo esperas la bola estalla en tu cara, te arrolla y te tira al suelo. De repente caes en la cuenta de tres cosas. Primero: que ha estado jugando contigo desde el principio. Eras su títere y de repente te suelta en la realidad de nuevo. Segundo: sientes la imperiosa necesidad de revisionar el espectáculo, porque existen mil detalles a los que no has atendido como se merecían. Tercero: podrás encontrar símiles mejores o peores, pero nada igual. Nunca, nada, igualará a Acción Mutante, a Muertos de Risa o Crimen Ferpecto.
Y ahora, mientras acabo mi copa y observo cómo los excesos del cine no son excesivamente excesivos, una Balada Triste de Trompeta inunda el bar.