Siempre hemos escuchado aquello de «segundas partes nunca fueron buenas». Olemos el temor de los fans de una primera película de éxito cuando se anuncia una secuela de la misma. Algunos exigen fidelidad absoluta a la idea original; otros, añadir elementos nuevos y crear sobre la base. Al fin y al cabo, lo que la historia del cine nos ha enseñado, es que el éxito de una trilogía o saga radica en una combinación de estos dos opuestos: crecer desde la misma raíz creando un nuevo producto.
Por lo general, si la idea original ha triunfado sobremanera, el estudio y el público reclamarán una continuación que profundice en esa semilla original que (bien por tiempo, medios o riesgo) no fue posible. Y es que, por lo general, casi todas las secuelas cuentan con patrones comunes: un presupuesto mayor, un reparto más amplio y de mayor calidad, mejoras en efectos especiales, etcétera.
Pese a que pueda existir una mayor vigilancia sobre la producción, si el estudio es astuto, sabrá que el autor del anterior éxito precisamente lo que necesita para repetir su fórmula es libertad y las cadenas un poco más flojas.
Y es tan simple como eso, damas y caballeros: el público decide si esa secuela es digna, si cumple con su antecesora y si, por lo menos, alcanza el mismo nivel en su crecimiento que en su nacimiento.
Pero… ¿qué sucede con las terceras partes? Muy pocas son las sagas que consiguen tres películas con una línea argumental compartida. Menos son las que captan el éxito de las dos primeras.
Bajo mi punto de vista (no se fíen demasiado de lo que digo, recuerden que esto es Martini con Liria, no Vaso de Agua con Liria) la tercera película cuenta con un encanto especial, unos valores imperceptibles en muchos casos y que son fácilmente comparables (siempre para minusvalorarla) con sus predecesoras. El número tres sienta pesado, parece estirar el chicle por encima de sus posibilidades. Normalmente conforma el cierre de una trilogía (y si no, se traduce como la barrera indivisible entre «la buena época» y «la mala época» de una saga).
Hace unas líneas comentábamos las características clásicas de una secuela, pero poco se atienden a las de terceras partes. La historia ha alcanzando su máximo esplendor de madurez (es por ello que no se valora hasta ser adulto en muchas ocasiones), se permite el lujo de corregir los fallos del pasado, de remediarlos e incluso de cometer nuevos y, lo más importante, de dar broche y final a la historia original. Esta última, la tarea más ardua que carga sobre sus hombros nuestra amiga, la película número tres.
Qué menos que ofrecer tres ejemplos sobre tres películas que son las terceras de sus sagas, ¿no?
En Regreso al Futuro 3 y El Padrino Parte 3 casi podemos trazar dos líneas paralelas. Ambas son cierres de trilogía, son las que menos gustan de la saga y, ciertamente, eran innecesarias. Lo que no significa que hoy día no sean imprenscindibles.
Doc Brown y Michael Corleone alcanzan el zénit de madurez (coincide, además, que los propios actores han interpretado a los personajes en las tres entregas). Así, Christopher Lloyd encuentra su lugar y época idóneos (el Hill Valley de 1885) y acaba tomando la decisión de destruir la máquina del tiempo. Por otro lado, Michael Corleone es ese hombre anciano consciente y sufridor de los pecados del pasado y está decidido a legalizar La Famiglia. Son dos hombres ancianos, que han evolucionado con la propia historia, no son personajes estáticos. Los eventos les han transformado, las decisiones tomadas han afectado a su destino y carácter. Este es un valor que, aunque básico, no se aprecia ni aplica hoy día.
Restando este especial y necesario ejercicio de guión, los dos filmes con poco más interés cuentan. En Regreso al Futuro 3 da la sensación de que Robert Zemeckis siempre quiso dirigir un western y aprovechó la oportunidad en esta película (las referencias a John Ford, Howard Hawks o Sergio Leone no son pocas), mientras que en El Padrino Parte 3 parece más factible la idea de que Coppola y Puzo habían acordado dar cierre a la historia de los Corleone con un último film. De elegir una, me quedaría con esta última: la disección psicológica y antropológica del ocaso del personaje de Michael está tremendamente infravalorada.
Otra agua corre bajo el puente de Child’s Play 3. Es una película menos interesante, presionada por la productora Universal y estrenada un año tan solo después de su predecesora. En ella, saltamos de un Andy niño a un adolescente que ingresa en una academia militar. Pero sucede algo catastrófico: el personaje nos la trae floja. Literalmente. Por el niño indefenso sentíamos empatía, pero el joven rebelde da menos sensación de vulnerabilidad. La cruzada de Chucky por encontrar un cuerpo al que transferir su alma comienza a ser repetitiva y cada vez cuenta con más agujeros de guión. Y, pese a que el film comienza de una manera bastante interesante, (el asesinato del jefe de la compañía juguetera es de las mejores muertes de la saga) la gran losa que carga la película es la sinrazón y su notable forzada existencia. Y, con todo ello, nos encontramos el Charles Lee Ray más cínico, sarcástico y despreciable de la saga. Los mejores chistes y diálogos del muñeco muy probablemente estén en esta cinta. La idea de cambiar las balas de pintura por munición real es digna de una mente retorcida única como la de él. Además, la muerte final de Chucky 3 (aquel grito desesperado en una caída a la turbina de ventilación) me parece la mejor de las siete películas.
Con todo ello, recordamos estas terceras partes con mayor o menor afecto y desencanto; pero el mensaje de esta copa que hemos compartido no es otro que analizar con objetividad tanto las películas que nos gustan más como las que nos gustan menos, porque todas ellas son túneles con diamante y carbón esperando a ser buscados.