¿Qué os pasa cuando veis una de vuestras películas favoritas? A mí me dan escalofríos, me quedo como paralizado, tremendamente consciente de que tengo una pantalla delante pero incapaz de apartar los ojos de ella. Es algo parecido a meditar, pero peor y a la vez mejor; muy difícil explicar una sensación así, especialmente teniendo en cuenta que una película favorita es algo demasiado personal como para querer abrirlo al mundo.
Normalmente, las películas necesitan su tiempo para hacerse un hueco en nosotros y convertirse en parte de esas listas de “Mis películas favoritas de todos los tiempos”, o “Lo mejor de la historia del cine”. Pero, ¿qué pasa con los cortometrajes? La duración es menor pero, en muchos casos, el impacto que tienen en nosotros no: hay cortos capaces de agitarme en pocos minutos más que alguna serie en la que he invertido horas y horas.
Por eso, me ha parecido apropiado dedicar un poco de tiempo a recomendar algunos cortometrajes que, personalmente, me parecen excepcionales; pero también quiero utilizar este espacio para expandir un poco horizontes cinematográficos, así que voy a hablar de dos cortometrajes concretos, ambos experimentales, que considero obras maestras del medio audiovisual. Entiendo que en su momento rompieron barreras, pero incluso en la actualidad me parecen obras enormes, capaces de removerme como si el negativo estuviese rodando dentro de mí.
El primero de ellos es Mothlight, un cortometraje de Stan Brakhage de poco más de 3 minutos en el que por el negativo desfilan alas de mariposas y polillas y otros restos similares. Parece totalmente absurdo, y quizá se lo parezca a mucha gente, pero Brakhage consigue dos cosas que a mi me parece verdaderamente espectaculares: la primera es ver un negativo totalmente vivo; las cosas no ocurren más allá de la cámara, sino dentro, hay un pequeño mundo entre la lente y nosotros al que no le importamos, pero en el que Brakhage fija nuestra atención y al que terminamos pegados. La segunda, mucho más poética, es que detrás de ese negativo hay una luz que parece infinita, porque estamos viendo, esencialmente, vida, y de dónde viene la vida si no es desde la luz.
El segundo y último es Daybreak Express, el debut de D. A. Pennebaker que enseña el trayecto de un tren que sería demolido poco después del rodaje. Pennebaker falleció hace pocos días, y la noticia me llevó a buscar alguna de sus obras, dando con este corto de tan solo 5 minutos en los que el director, un innovador detrás de las cámaras que prácticamente dio vida al free cinema estadounidense, se sirve de recursos muy limitados para mostrar un microcosmos especial. Aquí también hay luz, pero sobre todo hay sombras que contrastan con aquella; hay música, una canción de Duke Ellington que da nombre al corto; y hay, de nuevo, vida, muchísima dentro de un pequeño pedazo de negativo.