Corrían los años 50. La sociedad nortemaericana buscaba levantar cabeza tras haber sufrido los devastadores estragos causados por la Segunda Guerra Mundial. Una vez derrotado Adolf Hitler, el gobierno estadounidense comenzó a disolver paulatinamente la alianza estratégica que había mantenido con los soviéticos a lo largo de la década anterior. Dos modelos de gestión económica se disputaban ahora la hegemonía política y cultural. Socialismo contra capitalismo. La guerra de Corea acrecentó las tensiones entre ambos bloques hasta niveles sin precedentes en aquella época. La demonización mutua comenzaba a causar estragos en la población civil y la propaganda institucional inundaba la vida de los ciudadanos de a pie.
En este contexto, el senador McCarthy (un ultraconservador republicano de Wisconsin) en connivencia con el llamado ‘Comité de actividades antiestadounidenses’ comenzó a investigar y perseguir toda clase de elementos potencialmente subversivos para con el sistema liberal. Aunque no fue la única, la industria del cine fue una de las más azotadas por estas prácticas inquisidoras. Decenas de profesionales que habían estado implicados de alguna forma con el activismo político progresista fueron señalados y llamados a declarar. Es un error común asociar la caza de brujas con el anticomunismo, pero lo cierto es que muchas de las personalidades que fueron perseguidas por el comité no eran más que liberales demócratas o liberales progresistas de la izquierda moderada.
Leyendas como Edward G. Robinson o Elia Kazan tuvieron verdaderos problemas con este comité debido a sus ideas políticas. Sin embargo, ambos salvaron sus carreras eventualmente al acceder a colaborar revelando los nombres de otros profesionales del mundo del cine que estaban implicados en mayor o menor medida con la actividad del Partido Comunista de Estados Unidos. Una brecha abismal partió el Hollywood de aquellos años, que se dividió entre los que simpatizaban con la verborrea anticomunista (entre ellos John Wayne, Gary Cooper o un joven Ronald Reagan, que por aquel entonces tan solo era un apuesto y prometedor actor), y los que decidieron plantar cara y oponerse frontalmente al macartismo en todas sus formas (personalidades de primera línea como Humphrey Bogart, Gregory Peck, Kirk Douglas, Lauren Bacall, Katherine Hepburn, Burt Lancaster, John Huston, Orson Welles o Frank Sinatra).
En la época fue muy sonado el caso de ‘Los 10 de Hollywood’. Un grupo formado por los integrantes de la primera lista negra elaborada por el comité, tras haberse mostrado ‘hostiles’ a la hora de declarar. Todos ellos perdieron su trabajo, ya que los principales estudios acordaron no contratar a los investigados como muestra de apoyo a McCarthy. Algunos incluso llegaron a ingresar en prisión como fue el caso del guionista Dalton Trumbo, que para sobrevivir se vio obligado a pasar años escribiendo guiones firmados con pseudónimo para producciones de muy bajo presupuesto. Aún así, Trumbo ganaría dos Oscar desde el anonimato. El primero por Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953), cuyo guion sería firmado por su amigo (también guionista) Ian McLellan Hunter para sortear la censura. El segundo llegaría con la olvidada El bravo (Irving Rapper, 1956), que escribió bajo el sobrenombre de Robert Rich. Tuvieron que pasar años hasta que se reconociera públicamente la autoría de Trumbo sobre este guion (finalmente se le haría entrega del Oscar en 1975, pocos meses antes de su muerte).
No obstante, la salvación le llegaría en el año 1960 de la mano de dos magnates de la industria. El todopoderoso Kirk Douglas y el prominente Otto Preminger contrataron a Trumbo para elaborar el guion de dos de sus proyectos. Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) y Éxodo (Otto Preminger, 1960). A pesar de las reticencias iniciales, ambos decidieron no sucumbir a las presiones del lobby macartista y terminaron por incluir el nombre de Dalton Trumbo en los créditos de sus películas, lo que supuso un punto de inflexión y un tremendo varapalo para el cada vez menos poderoso Comité de Actividades Antiamericanas. A pesar de que algunos grupos de presión llamaron al boicot de ambas cintas, estas fueron rotundos éxitos de crítica y taquilla (el mismísimo presidente Kennedy llegó a ser grabado acudiendo a un cine para ver Espartaco).
Sin embargo, tuvieron que pasar décadas para que la industria de Hollywood le hiciera justicia a aquellos tiempos de involución democrática y merma constante de libertades civiles. Incluso cuando ha habido tentativas de retratar aquella época desde una perspectiva crítica y mordaz, la industria ha dado la espalda de forma descarada a este tipo de producciones. Tal es el caso de la muy reivindicable y vilipendiada Caza de brujas (Irwin Winkler, 1991) con un sensacional Robert DeNiro o la más reciente Trumbo (Jay Roach, 2015), que a excepción de la nominación para el protagonista (Bryan Cranston) fue ninguneada por la Academia.
Si algo debemos aprender de estos tristes hechos históricos, es que la cultura es una víctima recurrente del dogmatismo político y la estupidez cerril de los moralistas y exaltados. Si bien el cine puede y debe ser el reflejo de las tendencias y las inquietudes de la sociedad, este no debe ser nunca entendido como un vehículo para la propagación de un discurso político, pues concebir el cine bajo esos parámetros es asesinar vilmente el lirismo y el arte que le son inherentes. Llamo por lo tanto, en estos tiempos de imbecilidad supina, a recordar que el cine es arte y no un apéndice cochambroso de la agenda política de mediocres chillones, activistas de salón y patrioteros hiperventilados. Hagan ustedes el favor de llevar sus alaridos a otra parte, que algunos queremos disfrutar de la película.