«Y pienso, entre todas estas metaficciones, que mejor pensar en todo esto que tener que pensar ni un segundo en mí», escribía Santiago Fillol durante el rodaje de Mimosas. El guionista habitual de Oliver Laxe se lanza a la dirección, justamente, con una metaficción diseñada para abordar un capítulo de la historia argentina que siempre se ha presentado como inabordable. Matadero es, entre muchísimas cosas, una tesis sobre aquel cine que podría ser pero que, por norma, aún no. Charlamos con Santiago Fillol sobre los rodajes como política, sobre los mitos hopperianos y, sobre todo, sobre la muerte del singular como vehículo hacia un otro cine.
PREGUNTA: En un momento concreto de los diarios que escribiste durante el rodaje de Mimosas de Oliver Laxe comentas que «el Instituto de cine rechazó por segunda vez el proyecto de película que llevo seis años intentando hacer en mi tierra». ¿Era esta película Matadero?
SANTIAGO FILLOL: Esta era una película que quería rodar en mi pueblo. Es un pueblo de campo, muy rural, pero de un rural muy distinto al español. Por ejemplo, Matadero es rural y no se parece en nada a lo rural. Yo quería hacer una película con amigos de la infancia. Era una forma de volver. De volver con mi herramienta, que es el cine. Quería volver a encontrarme con ellos. Pero nunca logré financiarla. Yo empecé a hacer cine en España. Fundamos lo que se podría denominar un clan con Mauro Herce, Oliver Laxe y Cristóbal Fernández. Llevaba un tiempo haciendo cine por aquí, pero al fin y al cabo soy argentino (ríe). No había rodado nunca en mi tierra. Matadero es esa primera vez.
P: Me resulta muy curioso que esa primera vez haya sido a través de El matadero de Esteban Echeverría, un cuento que la literatura argentina ha abordado recurrentemente pero que el cine nunca había tomado prestado. Quizás esta tenía que ser esa primera vez…
SF: Nunca sabes, desde luego. Quizás mis amigos sí lo sabían (ríe). Cuando me vine de Argentina me traje los libros que me entraban en la maleta, los más queridos. Me traje Borges, me traje Lamborghini… Me traje el cánon y el maldito. Pero no me traje El matadero. Fue Edgardo Dobry, uno de los guionistas de la película, quien me dijo que aunque no me lo hubiera traído me lo traje, porque El matadero está como un fantasma flotando por toda la literatura argentina.
P: Ya en la primera página de El matadero, Echevarría dice eso de «el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento». En Matadero, decides articular tu relato sobre un contexto sociopolítico muy complejo en la historia de Argentina justamente a través de un rodaje, lugar donde someterse al mandamiento es el pan de cada día. ¿En qué momento de la escritura del guion decidís utilizar la carta de la metaficción?
SF: La metaficción está desde el origen. Matadero y la metaficción aparecen juntos. Para mí El matadero de otra forma era inabordable. Todo el clasismo argentino vuelve al imaginario de El matadero. Todos los lugares tienen sus clasismos particulares. En España esa semilla clasista estaría en el Cid Campeador. Tenemos esa arcadia perfecta que era el sur de España, donde la cultura florecía, que termina siendo opacada por un fanatismo nacionalista repentino. Cuando lo quieres recordar, todo el mundo asegura que eso es agua bajo el puente. Podríamos preguntarle si esto es así a las imágenes provenientes de Ceuta y Melilla que tanto tardan en emerger…
Ahí uno ve cómo estos relatos fundacionales, que son siempre una marca de violencia identitaria, tatúan algo muy denso que requiere de muchas generaciones para empezar a procesarse. Relatos salvajes no me gusta nada porque reproduce estos arquetipos en vez de darles una capa analítica. Es importante luchar por no reproducir esas imágenes sin al menos dedicar un momento a pensar cómo debemos ponerla en escena. ¿A quién miramos? ¿Muestro al que humilla o al que es humillado? ¿Al que ejerce la violencia o a quien la padece? Nuestra película busca justamente encarnar esas dudas y tensiones. ¿Qué es la representación? ¿Es encarnar algo? ¿Prefigurarlo? ¿Desplazarlo? ¿Remplazarlo? ¿Qué hacemos cuando representamos algo?
P: Siento que esta intención analítica sobre la representación de la violencia también permite a la película trabajar con un enfoque muy interesante la cuestión de la revolución. Matadero parece estar gritándonos a la cara que cualquier acto revolucionario nunca lo será del todo mientras esté siendo filmado, pues siempre estará subordinado a la mirada de un superior. La escena de la meada me parece un ejemplo perfecto de cómo romper eso.
SF: De hecho en cualquier esquema revolucionario siempre existe esta paradoja. ¿Quién decide quiénes son los miembros sacrificables o no de una revolución? Siempre existe esta narrativa, incluso en el cine. El cine es clasista. Coppola decía que debe ser uno de los últimos lugares donde se acepta la tiranía. Es algo que no me gusta, que me inquieta y que he padecido en rodajes. Debemos encontrar estructuras más horizontales y comunitarias donde todos habitemos el espacio juntos. He estado en rodajes en Francia donde se notaba mucho donde dormía cada uno. ¿Cómo podía ocurrir esto mientras rodaba con algunos de los paladines del cine social? Parece que nos importe más hacer la obra que ser consecuente con lo que estás narrando. Esa locura del cineasta y sus pobres me parecía algo a pensar, a poner en imágenes.
P: Por supuesto estas jerarquías están en la película, al fin y al cabo la idea de que los rodajes son política es central en tu relato. Relacionado con esto, me apasiona la forma en la que dibujas a la figura del cineasta. No eres nada transparente en cuanto a los motivos que mueven a este director estadounidense a querer rodar esto. Hay algo maniqueo en el sentido más fabulesco del término. Me recuerda a esa imagen que rescatas en los diarios de Mimosas en la que Oliver Laxe empieza a subir por una colina en busca de un plano sin dar demasiadas explicaciones mientras todo el equipo le sigue.
SF: Oli es mucho más romántico, busca encontrar algo distinto y salirse de los moldes. Creo que el cineasta que retraté es otra cosa, siguiendo un imaginario más arraigado a los setenta. Siempre lo pensamos como alguien que quiere ser Dennis Hopper pero no llega. Es un mediocre que vive de esas pequeñas fábulas donde el cineasta americano de la serie B se iba a fuerafuera, al “tercer mundo”, buscando costes baratos y omnipotencia. Coppola se iba al Vietnam trasmutado en la selva Filipina que alquilaba en régimen de “all-inclusive”, Herzog y Dennis Hopper a Perú… Marchaban a estos lugares baratos en busca de una autenticidad que podían saquear a sus anchas. Eso es algo que da vueltas en el imaginario de Estados Unidos, colonizadores por naturaleza. Como decía Slavoj Žižek, son como el Imperio romano sólo que no se encargan de hacer bien los acueductos. Me gustaba que nuestro personaje fuera la clase más baja de esta figura, opaca y mediocre. Los setentas era esa época en la que se trabajaba buscando hacer algo más real que lo real, sin importar quiénes debían sacrificarse en esa búsqueda.
P: De hecho hay mucho en Matadero de The Last Movie de Dennis Hopper, sobre todo por esta idea de que el rodaje de la película debe ser una mejor historia que la película en sí.
SF: Por supuesto. Incluso de Holocausto caníbal de Ruggero Deodato. Dennis Hopper era central. Ese mito que deambulaba por su propia película, cuando comentan que alguien murió en el rodaje de la peli dentro de la peli de Hopper. Me parecía interesante pensar en las energías de esos mitos, pensar en esos imaginarios y hacer que friccionaran con el imaginario de una Argentina de los setenta que soñaba con cambiar el mundo. La militancia de izquierdas de esa época discute radicalmente la desigualidad de clases. Busca un punto de no retorno, un antes y un después. Vas viendo que estas energías son similares pero tremendamente contrapuestas al mismo tiempo. Queríamos que llegaran a chocar trágicamente en el final de la película, por mucho que no llegues a ver o incluso entender qué acaba de pasar ahí dentro.
P: Ahora que hablas del final, debo confesarte que me enamoró. Me encanta la forma en la que dialoga con esa cita de El matadero que escoges para el inicio de la película. Si Echeverría asegura que «la escena que se representaba en el matadero era para ser vista, no para ser escrita», tú le respondes que tampoco era para ser vista, sino para ser escuchada. Parece que los artistas os estéis pasando el testigo, como si el que fuera a cantar sobre el matadero después de esto fuera a decirnos que tampoco se puede escuchar, sino que se tendría que tocar. Desde esta renuncia final a la representación me empiezo a preguntar cómo pensáis en el sonido y la música de Matadero.
SF: Respecto a la cita, la escogí porque era un fuera de campo literario. Está marcando que hay algo escribible y algo no escribible, pero justamente lo que hace Echeverría es escribir esa barbaridad. Eso nos hace preguntarnos si deberíamos o no leer su relato, pues al final lo que termina siendo es un carnaval de vísceras, barro, sangre y mierda. Esto se está inscribiendo en el imaginario nacional. En un momento donde las imágenes se han vuelto totalmente intercambiables, me interesaba volver a pensar qué es lo que se puede ver y lo que no. Me parece más importante que cualquier otra cosa.
Muchos fueras de campo se sostienen siempre desde el sonido de algo que sucede al margen de la escena, pero cuando perdemos esa referencia, el espectador se ve obligado a recolocarse en la incertidumbre, a afrontar un agujero. Es uno de los momentos que más me suele gustar del cine, cuando estás siendo arrastrado por un sedal que de repente se corta. Pero para que esto ocurra hay que tensar bien el sedal.
Le escuché una vez a Rober Eggers decir que él sabía muy bien qué era la luz del faro pero no se lo quería contar al espectador, que era este quien tenía que generar sus conclusiones. Detesto esto. Para mí en el cine hay que hacer todo lo contrario. Hay que llegar a un punto en el que, después de entender todos los puntos de vista, uno de repente deje de comprende. En el final no sabemos si el cineasta se interpuso o no, si se fue o no… Me parecía interesante que se sintiera el sonido y simplemente no fueras capaz de saber. Todas las posibilidades tienen que ocurrir al mismo tiempo. Debe correr el plural. Como decía Roland Barthes, los buenos nodos de una obra son donde corren los plurales del texto, no donde hay una lectura única. Y deseábamos que estos plurales llegasen a producir una imagen viva, donde podrían pasar cosas que también escapan a quienes las escribimos.
P: Estos plurales de los que hablas se materializan a la perfección en esa idea de las películas que se generan en cada una de las cabezas de aquellos que habitan un rodaje y que nunca llegaran a ser. Son estas multiplicidades las que entran en contradicción con la figura del cineasta estadounidense, mucho más individualista en cuanto a la concepción de un relato imaginado en singular. ¿Qué medidas tomas en rodaje para dar espacio a estas pluralidades y que la película no te devuelva un reflejo de aquello que no quieres ser como director?
SF: Somos muy horizontales. Trabajamos juntos desde hace mucho tiempo, nos cruzamos en las películas del otro. Un día eres director, al otro eres asistente de quien era tu asistente. Yo escribo junto a ellos sus próximas películas, siempre hay que ponerse en la cabeza del otro. La jerarquía de director te dura muy poco. Son tus hermanos, te dan cachetazos todo el tiempo. Te conocen mejor que tú a ti mismo. En Argentina se reían de nosotros y nos llamaban la asamblea permanente. Nadie sabía quién era el director. En las fotos del rodaje no aparezco (ríe). Trabajar así me parece algo sano. Me gusta trabajar así. Me gusta pensar para Oli, para Mauro, para Luis… Dejar de ser uno para fundirte al imaginario de otro me parece un ejercicio fascinante. Nos gusta ese momento de Matadero en el que el cineasta se marcha y se queda esa pequeña familia. Es el deseo de algo que está en nosotros. El cine se hace entre las miradas de varios y no desde un solo lugar.
P: Me gustó mucho leer los diarios de Mimosas antes de ver Matadero, no sólo por poder encontrar ecos de situaciones concretas, sino sobre todo por lo bien que se prefigura en tu libro esa melancolía por las películas que pudieron ser y nunca serán.
SF: Es uno de los elementos más importante de la película. Matadero es una cuerda desde la que se despliegan mucho otros hilos que podrían generar cuerdas distintas. Está la película del cineasta americano, la que quieren secuestrar y reformular los jóvenes militantes, la que empieza a imaginar Vicenta saliendo de esas estructuras rígidas y masculinas… Las chicas en los setenta no tenían un lugar ni en el cine ni en la militancia. Eran muy pocas las mujeres que podían acceder a cargos en estas estructuras. Vicenta es imposible pero a la vez está ahí; la está imaginando al margen de la que hace el americano, y nosotros nos quedamos en ese margen, imaginando otro cine. Entre todas estas películas posibles hay una vibración que acaba siendo nuestra película. Cómo una reverbera sobre otra es de donde emerge la película que el espectador está viendo.
P: Hay algo muy borgiano en todo esto. Además de materializarse en esta idea de la película perdida que se está llevando a cabo pero que al mismo tiempo no existe y, al mismo tiempo, es la película que estamos viendo, que recuerda un poco a El jardin de los senderos que se bifurcan, lo borgiano parece someter a los personajes, que acaban cayendo en paradojas. Los revolucionarios, para serlo, tienen que someterse a una tiranía, por ejemplo. Estas contradicciones y confusiones recuerdan a ese peronismo que definiste durante el coloquio en L’Alternativa como algo extremadamente complejo. Me pregunto cómo te planteas la cuestión del posicionamiento político.
SF: Queríamos tratar de ser cuidadoso pero al mismo tiempo entrar en esos puntos que te meten en problemas y te hacen pensar. El peronismo es un partido que en los setenta tiene una rama muy de izquierdas y una muy de derechas, que comienza la persecución y el exterminio de la primera. Perón, que se había exiliado en casa de Franco, jugó a alimentar esas ambigüedades. Recibe en la casa de Franco a la militancia revolucionaria, por ejemplo. Lograr conjugar eso en el imaginario sin tener una tesis era el objetivo. Queríamos trabajar esas complejidades anímicas y energéticas sin instruir ni direccionar al espectador. Queríamos que eso estuviera ahí, flotando. Las películas son como las escenas del crimen. Hay que recorrer las pistas, reordenando y reconstruyendo.
P: Me encanta la escena de Matadero en la que el cineasta le pide a Vicenta que observe la que será la imagen final de su película. Hay algo en ese detectar la imagen valiosa que me recuerda a tu labor como profesor de dirección cinematográfica. Justamente por eso, quiero preguntarte si crees haber aprendido algo de este rodaje.
SF: Yo me pienso como alguien que está tratando de aprender todo el tiempo. No vengo de una familia adinerada que pudiera pagar las escuelas de cine caras. Estudiar cine es un deporte de pijos, es como ir a esquiar. Sigue siendo un poco así. Los que salen más rápido son los que han tenido dinero. Las escuelas de cine en España son carísimas. Yo siempre he tratado de imaginarme como un alumno, como alguien que aprende en cada rodaje. Buscamos hacer rodajes que nos cambien, que nos pongan a prueba y nos lleven a un terreno que no controlamos, justamente porque necesitamos aprender. Siempre me veo más del lado del alumno que del lado del profesor. Cada rodaje que hacemos es una oportunidad para aprender a leer y leernos de
un modo diferente.
Tras su paso por la última edición del festival L’Alternativa, Matadero de Santiago Fillol se estrena en salas el viernes 9 de diciembre