Apenas tenía once años cuando vi por primera vez El hombre que pudo reinar (John Huston, 1975). Recuerdo que al terminar de verla sentí algo que no había sentido nunca antes por una película. Era pasión. Pasión por la divertida aventura colonialista de dos pillos incorregibles. Sentía la necesidad de saber más acerca de aquella cinta y todo lo que la rodeó. Ese fue, además, el momento en el que me enamoré perdidamente de la dupla protagonista Connery-Caine. Especialmente de Michael Caine, que aún a día de hoy es indiscutiblemente mi actor favorito de todos los tiempos. Descubrí también a Kipling y su exacerbado talento a la hora de contar historias. Hoy les hablo de una película que me cambió la vida.
Al igual que otras grandes obras maestras como Casablanca (Michael Curtiz, 1943), el rodaje de esta película fue un auténtico calvario y un quebradero de cabeza para su director. El proyecto fue pasando de despacho en despacho durante años. Dos veces recibió Huston el visto bueno para empezar a rodarla y dos veces se tuvo que cancelar la producción. La primera fue por una causa de fuerza mayor, y es que iba a ser rodada con Humphrey Bogart y Clark Gable, pero ambos fallecieron antes de que comenzara el rodaje. Tras este desafortunado episodio, Huston dejó aparcado el proyecto temporalmente. Sin embargo, la tentación de retomarlo con la pareja hollywoodiense de moda en aquel entonces fue demasiado grande. Así fue cómo el guion llegaría a las manos de Paul Newman y Robert Redford, que estaban en boca de todos tras haber protagonizado juntos dos películas extremadamente populares, El Golpe (George Roy Hill, 1973) y Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). No obstante, fue el propio Newman el que rechazó el papel y aconsejó a Huston que contratara actores británicos para aquella prometedora y pícara adaptación kipliniana. Y así fue como Caine y Connery consiguieron hacerse con los que serían dos de los mejores papeles de sus vidas.
Ambos actores eran figuras prometedoras, pero aún distaban bastante de ser superestrellas. Michael Caine ya había sido nominado al Oscar en dos ocasiones, por La Huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972) y Alfie (Lewis Gilbert, 1966), y era un habitual en algunas de las producciones americanas e inglesas más importantes de la época. Sin embargo, Sean Connery era sin duda el más famoso de la dupla, ya que había protagonizado varias películas de la popular saga de espionaje James Bond. No obstante, el escocés no era tomado demasiado en serio, y se le tenía por un galán de películas de acción con escasas dotes interpretativas. Esta inigualable obra maestra supondría un punto de inflexión para la carrera de ambos. Caine fue confirmado como uno de los mejores actores de su generación, y Connery calló la boca a sus detractores con un magnífico trabajo que le sacaría por fin del encasillamiento.
Temas como el amor fraternal, la lealtad, la codicia y el honor configuran esta bonita historia de perdedores. El viaje que esbozara hace siglos la esmerada pluma del maestro Ruyard Kipling, nos enseñó a muchos a sumergirnos en el género de aventuras de una forma inigualablemente disfrutable. El hombre que pudo reinar fue una de las primeras películas que me hicieron sentir amor verdadero por el cine, ese medio tan pulcro y delicado que cuenta historias de gente haciendo cosas.