Vivir, cuesta. Respirar parece una acción fácil, monótona, pero cuando el aliento falta sobreviene la desesperación. Explayarse en exabruptos, grandes bocanadas de aire cuando se termina de subir una pendiente y ver el camino recorrido; ahogarse durante la subida, y al final al llegar arriba, sonreír pese a la falta de oxígeno. El placer solo tiene sentido porque existe el dolor, aunque hay dolores que nunca llevan al éxtasis.
Así se vive la segunda temporada de Días mejores, como una larga pendiente que parece no acabar nunca, pero que nos devuelve el aliento cuando lo necesitamos. El 28 de junio llegó la segunda entrega a la plataforma Prime Video. Después de una primera temporada que cosechó críticas positivas y un gran apoyo y cariño por parte del público, la serie encaraba su continuidad con graves problemas, no por su falta de virtud sino por la excelencia de esta.
Creada por Cristóbal Garrido y Adolfo Valor, la primera temporada de la serie proponía un punto de partida común, una de esas zonas recurrentes donde naufragan muchos dramas hasta la asfixia: un grupo de personas que tratan el duelo en terapia. El dolor se erigía como motor argumental; huelga recordar que, para que una historia exista, debe estar empapado de él. Sin embargo, los guionistas tenían una ardua tarea: esquivar el sentimentalismo. El barco de Cristóbal y Adolfo podría haberse dejado arrastrar por el dolor desgarrador; en vez de eso, Días mejores sorprendió a todos con unos personajes deliciosamente escritos, con unos actores encantadores y lo más importante, un equilibrio entre el drama y la comedia que funcionaba a la perfección.
Entre la bruma general, la serie se erige como un faro salvador donde refugiarse. No debe ser una sorpresa para nadie afirmar que, a día de hoy, el sector audiovisual sufre una grave, preocupante crisis. La actual huelga de guionistas que ha paralizado decenas de producciones en Hollywood es solo la punta del iceberg. En 2021 ya vivimos una intentona de scratch. La decadencia en el nivel de los productos y la tendencia general hacia historias deprimentes y poco luminosa son otros de sus síntomas silenciosos.
Al final de la primera temporada, cuando parecía que el desarrollo de los personajes llegaba a su fin, los guionistas utilizaron un as bajo la manga, uno de esos trucos de un solo uso que tienen los contadores de historias: llamar a un monstruo mayor. La pandemia de la COVID-19 sirvió como punto de inflexión entre la primera y la segunda temporada, una jugada arriesgada por su parte, ya que podía percibirse como una especie de Deus ex machina. Sin embargo, no solo apenas se ahonda en ella, sino que sirve como punto de partida para nuevos conflictos de los protagonistas, de nuevo sin ahondar en el drama profundo.
El desarrollo general de la segunda temporada se vive de forma similar a la primera: los personajes aprenden sobre su dolor y a aceptar el duelo, pero los conflictos se ramifican. Después de superar la muerte, la vida sigue y trae con ella nuevas oportunidades para sufrir. El dolor cambia, muta, se esconde en pequeños detalles. Es como la vida misma: el caos se impone al orden. Para crecer, hay que romperse.
Como único detalle a destacar entre la deliciosa escritura y la perfecta interpretación de los actores, cabe preguntarse si Días mejores debería seguir por una tercera temporada. Las dos primeras entregas son una rara avis entre la ficción actual, pero no está exenta de cumplir los cánones industriales del mercado. Crucemos los dedos para que, si la serie continua, sea con un nivel de calidad humano y emocional, porque cada uno de sus capítulos es un soplo de aire en el camino.