Bebiendo demasiado y fumando más de cuatro paquetes de cigarrillos diarios. El actor británico Sir Michael Caine se encontraba sumido en una espiral aparentemente incontrolable de excesos y excentricidades que le podían resultar muy caras a su salud física y mental. El inglés sentía necesario darle a su cuerpo un descanso. En este momento tan crítico de su vida estaba el intérprete cuando decidió aceptar un guion que acababa de llegar a sus manos. Se trataba de una adaptación cinematográfica de un clásico de la literatura británica, ‘Secuestrado’ de Robert Louis Stevenson.
Desde la primera lectura, al reputado actor aquel proyecto le pareció mediocre y pobremente escrito. Sin embargo, la posibilidad de pasar varios meses rodando en las tierras altas escocesas y respirando aire puro entre lagos y montañas fue un factor decisivo para que Caine aceptara ser la estrella de la película. Encarnó al legendario héroe jacobita Alan Breck, espadachín escocés fiel a la casa Estuardo que se erigió con el tiempo en una de las figuras más prominentes del folclore y la literatura británicos.
Tal y como la estrella vaticinó, la película fue un fracaso que pasó desapercibida en su estreno y ha sido olvidada con el tiempo. Si bien los errores y la ineficacia narrativa de algunos pasajes son evidentes (probablemente debido al modesto presupuesto), la cinta tiene indudables virtudes ignoradas que merecen ser reivindicadas.
La más obvia es el reparto, que aparte de Caine contaría con otros tres actores clásicos británicos de primera línea. Jack Hawkins (Ben Hur, El puente sobre el río Kwai), que por aquel entonces se había quedado mudo debido a un cáncer de laringe y tendría que ser doblado por el actor Charles Gray. El legendario Trevor Howard, (Rebelión a bordo, La hija de Ryan) que brinda una breve pero portentosa aparición y Donald Pleasence, (Halloween, La gran evasión) que aporta a su personaje la sordidez esperpéntica y brillante que acompañaba siempre al intérprete.
Otro de los grandes aciertos de la película es la incorporación de los verdes paisajes de Escocia como un personaje más de la cinta. En ella, encontramos planos de sus tierras altas, sus granjas, sus lagos, sus frondosos bosques y sus hermosamente misteriosas colinas que nada tienen que envidiar a otras películas posteriores que compartieron localización como Braveheart (Mel Gibson, 1995) o Rob Roy (Michael Caton-Jones, 1995).
La música a cargo del londinense Roy Budd emula a la perfección aquella época en la que el cine británico hizo revivir las grandes historias caballerescas y románticas de la literatura clásica desde Shakespeare hasta Kipling pasando por Louis Stevenson. Aquel tiempo cargado de errores, aciertos y gran pasión por el cine artesanal del que hoy apenas quedan leves reminiscencias en este mundo de mercantilización de las emociones y producciones de escala.
Si bien David y Catriona (Delbert Mann, 1971) no es la mejor de las películas, ni tuvo pretensión de serlo, constituye un bonito ejercicio de contemplación a una forma de hacer cine en peligro de extinción. Y que, si es vista con los ojos bienintencionados y cándidos que la cinta exige, consigue arrancar sonrisas en espectadores clásicos y modernos.