Crítica – Hana-Bi: Flores de Fuego

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Título original: Hana-Bi

Año: 1997

País: Japón

Director: Takeshi Kitano

Guión: Takeshi Kitano

Música: Joe Hisaishi

Fotografía: Linus Sandgren

Reparto: Beat Takeshi (Takeshi Kitano), Kayoko Kishimoto, Tetsu Watanabe, Ren Osugi,Susumu Terajima, Yasuei Yakushiji, Tarô Itsumi, Makoto Ashikawa, Yûko Daike

Productora: Bandai Visual Company / Office Kitano / TV Tokyo / Tokyo FM Broadcasting Co.

Género: Drama, Yakuza

Duración: 103 min.

Todos conocemos a Takeshi Kitano, ese cómico burlón y fanfarrón que hizo reír a toda una generación con su programa Takeshi’s Castle (mejor conocido como Humor Amarillo). Algunos lo conocen también como el actor japonés de andares simiescos y rostro inexpresivo. Pero muy pocos conciben que una persona así se convertiría, dicho por muchos críticos de prestigio a lo largo de los años, uno de los mayores cineastas contemporáneos de todos los tiempos. Es una historia tan fascinante que podríamos escribir artículos enteros sobre la vida de este individuo tan singular. Hoy me gustaría centrarme en una película muy especial para mí, pero más especial fue para el propio Kitano. Hana-Bi (o Flores de Fuego en España) cambiara la historia del cine al ganar el León de Oro en el Festival de Venecia en 1997 al ser la segunda película japonesa en recibirlo después de Akira Kurosawa con su Rashomon. Kitano había conseguido resurgir un cine desaparecido de la mirada internacional, que bebía de los más clásicos pero adaptado a los tiempos modernos.

Desde el propio título de la película nos dice qué nos espera: un largometraje con el aroma delicioso de una flor y la abrazadora fiereza del fuego. Una historia de violencia bella, amor trágico e historias de reflexión. Kitano es un maestro en el arte del silencio y los usa cuidadosamente: paseos en silencio de Nishi, miradas eternas con su esposa Miyuki frente al mar o la contemplación de los cerezos en flor por su compañero Horibe. Cuando no hay nada que decir sobran las palabras.

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Más allá del uso de las metáforas y el silencio para explicar el entramado de la historia y el desarrollo de los personajes, Takeshi Kitano es un maestro de la composición. Los autores japoneses han sido desde siempre mitad cineastas y mitad artistas, desde Ozu hasta Kurosawa, quizá porque la japonesidad en sí es como un cuadro que los occidentales nos cuesta apreciar. Cada frame es una pintura. Cada composición cuenta una historia. Después del trágico accidente que casi le cuesta la vida dejándole una parálisis facial parcial, Kitano se dedicó meses pintando cuadros mientras estaba en rehabilitación (curiosamente, como Horibe) y esto le ayudó posteriormente a realizar obras con una cuidadosa paleta de colores. Como podemos apreciar, todo tiene un significado en su obra.

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Las personas no vemos las películas de Kitano; nos sumergimos en la vida de Kitano, por todo lo que ha pasado, por sus sentimientos y por sus pensamientos. Los personajes no es más que un reflejo de su historia pasada, y cada nuevo paso es una nueva reflexión. Es el posmodernismo japonés, una nueva forma de hacer cine nutrido por el background personal del director. La fantástica música de Joe Hisaishi, músico habitual de Miyazaki, acompaña perfectamente toda esta sinfonía de metáforas y cuadros para crear una de las mayores historias de amor que he podido ver jamás. 

Quizá no sea una película recomendable para cierto público. Algunos la encontraréis lenta, otros incómoda. Incluso algunos la tacharán de aburrida e inexpresiva. Mi recomendación: véanla, porque no encontraréis nunca un arte tan personal y único expresado en una pantalla.

Lo mejor: Puro arte personal expresado a través de imágenes.

Lo peor: Tener que conocer la vida de Takeshi Kitano para apreciarla más.

Nota: 9/ 10