En los últimos años estamos asistiendo a un claro cambio en cuanto a la forma de consumir cine, motivado tanto por el diseño de las salas (ya apenas hay monocines) como por el auge de las plataformas y los gustos de las grandes audiencias. Si bien antes películas de autor con un sello consagrado conseguían llevar a grandes masas al cine, ahora parece realmente una quimera que si una película no cuenta con protagonistas enmallados, o se trata de una comedia simplona, consiga hacer buenos números en taquilla. El tremendo batacazo del West Side Story de Spielberg es el último gran ejemplo.
Llamada a ser una de las grandes películas del año, a nivel crítico, premios y taquilla, parece que el fenómeno West Side Story se quedará tristemente reducido al éxito en los dos primeros de esos tres parámetros. Ya ni la firma de un tótem de la industria como es Steven Spielberg, ni el nombre que trae consigo un clásico del cine como el de esta cinta, parecen suficiente para animar a la gente a acudir a las salas. Y es que la última película del cineasta norteamericano, tras haber costado 100 millones de euros (sin contar lo invertido en promoción), ha cosechado unos números muy pobres en sus primeras semanas en taquilla. Se estima que haya hecho unos 29,6 millones de dólares en su mercado local y un total de 47 a nivel mundial, unos datos realmente preocupantes, más aún teniendo en cuanto lo mucho que se esperaba de ella como adalid de ese cine de autor abocado a la casi extinción en salas.
La situación es más grave aún si comparamos estos números con los cosechados por la última entrega de Spider-Man, que está llegando ya a los 1400 millones de dólares de recaudación a nivel internacional y que se está desmarcando como la gran salvadora de las salas en la era covid. Pese a esa gran noticia, resulta agonizante la incapacidad de películas como West Side Story, Nomadland o El Padre para llevar a grandes masas a las salas.
Los grandes premios y los grandes festivales han perdido ya ese fuelle que tenían antaño para convocar ingentes cantidades de gente en las salas de cine. Así se explica que cintas como Titane (vigente Palma de Oro en Cannes) haya hecho una más que tímida taquilla en España, o que Nomadland no haya cosechado los números propios de una Mejor Película de los Oscar.
En nuestro país, los grandes números en taquilla están solo al alcance de las grandes producciones de superhéroes americanas y las comedias de turno de Santiago Segura y compañía. El escaso apoyo al valioso pero desconocido y desamparado cine de autor patrio también se refleja en el completo desapego de la audiencia para con los nombres transfronterizos que hace años casi obligaban a acudir al cine en nuestro país. Steven Spielberg ya no hace que la gente vaya al cine. Actores como Anthony Hopkins o Frances McDormand tampoco lo hacen. Esto puede encontrar una explicación en que, a raíz de la pandemia, el público potencial de esas películas (un público de mayor edad) no ha vuelto todavía en masa a las salas, como si han hecho los jóvenes, principales consumidores de productos como Los Vengadores, Venom o Spider-Man, los grandes blockbusters modernos que inducen una infantilización en cuanto a la producción a gran escala.
Esta puede ser una razón o bien puede no serlo. Lo que está claro es que, lo sea o no y la situación se pueda revertir en un futuro, las grandes productoras de Hollywood serán cada vez más reacias a poner en funcionamiento toda la maquinaría de las grandes promociones y los grandes presupuestos con vistas a realizar películas que podrán ofrecer una escasa rentabilidad en salas. Esto llevará a dichas obras a su estreno directo en plataforma, dando lugar a un nuevo paradigma acerca de qué cine se consumirá en el cine y cuál no. West Side Story es el ejemplo más reciente pero seguro que no será el último.