Ayer se fue Manolo. Supongo que uno siempre marcha de la vida como el remate de un buen chiste: sin aviso, pletórico y acompañado de una carcajada. Hoy, en Canarias, una chistera se queda sin dueño. Un dueño señorial, certero, observador, justo y pleno.
Un humorista (filósofo y relator a tiempo completo) que ha alcanzado un podio esplendoroso sobre los hombros de los más reconocidos literatos y comunicadores de un archipiélago afortunado y agradecido in aeternum. La muerte no es más que un nimio escollo para aquellos que han cincelado un legado cultural sólo a la altura de su memoria. Manolo diseccionó un paisaje político, económico y social con la humilde maestría concedida a aquellos que caen en su pasión por un dulce accidente. Sus personajes, no más pintorescos que reales, brotaron de una realidad cruda, descalza.
Como versaba Aute en aquella canción en homenaje a Sabina: “el perdedor es su universo, aunque pretende ser feliz”. Para Manolo, no era una posibilidad que el desgraciado perdiera la mano; sólo él podía luchar por su felicidad. En el mundo de Vieira, el canario era un Lazarillo de La Isleta que sorteaba las dificultades de una tierra por la que había que luchar. El ignorante era simpático y se revelaba astuto cuando lo intentaban engañar; porque no había elegido ser así, sino que no le habían dejado ser de otra manera. El repudiado por su sexualidad era un digno salvador de sí mismo, payaso listo que se imponía a una resistencia violenta con orgullo, tesón, carácter y brillo. El obrero o portuario incansable (de nombre Carmelo, Chano, Tino o según), con el mono manchado después de un largo día de trabajo, sólo pedía a cambio una arrancaílla cuando finalizaba la jornada.
Distinguía entre godos y peninsulares: al primero había que ignorarlo y el segundo era amigo. En una ilustre inconsciencia, comenzó una influencia que cambió la realidad de la población canaria. Firmó a pulso su trascendencia en la tradición oral; su transversalidad no luchaba contra generaciones, sino que se relegaba a ellas con la misma facilidad con la que había entrado al corazón de abuelos y padres. No hay mayor muestra de ello en que, no imitamos a Manolo Vieira, sino que hablamos como él. Y él sólo hablaba como se había criado y crecido. Por lo que nos regaló la virtud de mantener nuestra identidad cultural a través del lenguaje y, a su paso, ofrendarnos con personajes, historias y expresiones que ya son parte de nuestra idiosincrasia y de nuestra historia. Trazó la universalidad en la infinitez de un archipiélago. Con aquello, sembró y regó una herencia que florece con un esplendor dorado y que conquista escenarios más allá de las ocho islas que rieron con él.
Nunca pidió nada a cambio, pero siempre sentimos que le debíamos algo. No creo que ninguno estuviera equivocado; sólo somos un pueblo agradecido. Con el permiso de la nueva camada, a mí que no me quiten escucharle antes de las uvas para luego repetir en la fiesta el chiste que más gracia me hiciera.
Manolo ha muerto, sí. Pero no se equivoquen; no se ha ido. Nunca lo hará. Sólo está escribiendo el próximo chiste.
No sé si adiós se escribe con b chica, pero las cosas nuestras lo son porque las compartiste con nosotros.
Y al que lo quiera coger, que lo coja.