Martini con Liria (XV): La resaca del cine

En Canarias hay una expresión popular: «no todos los días son días de fiesta» y viene a significar algo así como «no todo es como a uno le plazca siempre».  Sucede, por ejemplo, cuando de pequeño querías ir a comer todos los días fuera de casa. Entonces, tus padres decían «no todos los días son días de fiesta».

La frase hace gala de presencia, también, cuando en una terraza a las siete de la tarde, tomando unas copas, uno de tus amigos dice: «vamos a salir de juerga.» Y a ti, que aún te dura la resaca del fin de semana anterior, contestas: «no todos los días son días de fiesta». Aquí, además, de forma figurada y literal.

Cuando uno entra en la sala de cine, sea de Canarias o no, se somete a un fenómeno similar. Compras la entrada y no sabes si ese día es día de fiesta o no. Y, casi de la mano, la fiesta trae consigo a su amiga la resaca. Con una pequeña diferencia: la resaca del cine es gloriosa. Purifica. Te invade, penetra en ti y es dueña de tu consciencia durante unos minutos, unas horas, unos días, unas semanas… o toda una vida.

Esta semana he podido ver Dolor y Gloria, la última película de Pedro Almodóvar. En 35 Milímetros, mi compañero Pablo Escudero escribió la crítica a la película. Y, qué decir. Qué decir de un autor consagrado que te sienta en la butaca y simplemente charla contigo. Parece sencillo, pero para nada lo es. Te habla de sus dolencias, miedos, adicciones, preocupaciones, recuerdos, olvidos, amistades, amores, desencuentros, orígenes, sexualidad durante dos horas. Y te arrolla, te pasa por encima. Es una película distinta en tus veinte que en tus cincuenta. No cabía en mí de la emoción y tristeza ante un retrato tan voraz, crítico y sincero que el manchego nos ofrecía.

Al terminar la película y conversar sobre la experiencia con mi fiel compañera, fue cuando caí en la cuenta de que algo se gestaba en mi interior. ¿Era hambre o iba más allá?

Me despierto por la mañana y me siento abatido, aturullado. Una gran nube gris se cierne sobre mi mente. Tengo la sensación de que no he parado de pensar desde que salí del cine hasta ese instante en ella: en la película. Incluso en sueños, una parte de mi materia gris se aglutinaba alrededor de los sentimientos que Antonio Banderas, Asier Etxeandia o Julieta Serrano habían labrado con su talento desnudo sobre mí durante dos horas. Y cada vez la bola es mayor: pienso en una idea de guión, me vuelco pensando el por qué de una escena todo el desayuno. Y tal plano esto, y tal gesto lo otro. La música, la puesta en escena, el olor a confesionario en una sala de cine.

«Ah, Sabor: 32 años me ha costado reconciliarme con esta película» dice el personaje de Banderas mientras acaricia el póster de una película. Y caes en la cuenta de que habla de una película, como podría hablar de un amor, de un amigo, de algo que escribiste, que dijiste o, peor… que nunca dijiste.

Dolor y Gloria se suma a la reducida lista de películas que ha dejado mella en mi corazón, en mi mente y en mi yo como autor como lo haría un obús en un campo de girasoles. Las películas que dejan lo que me gusta llamarla «la resaca del cine» son las que perduran en la memoria de uno hasta el clímax. Que revuelven, te hacen reír, llorar, sacudirte en el sitio pero no sólo durante la proyección, sino como un eterno recuerdo.

Y, el día que ves esa película; ese día, amiga; ese día es día de fiesta.