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Martini con Liria (XVI): NO a una James Bond mujer

La historia de la figura de la mujer en la cultura del cine y cómics en el siglo XX es simple de resumir y complejo de detallar. Por lo general, comparten un arco de evolución similar pese a alguna diferencia: un papel secundario y débil a expensas del héroe masculino, que todo lo salva en una confrontación final que concluye la historia. En el noveno arte, las superheroínas empiezan a despuntar en la Edad de Oro, el momento de explotación más increíble que ha vivido el cómic hasta nuestros días. Pero, como pasaba con el género masculino, muchas ideas rozaban el ridículo. De las pocas salvadas, no dejaban de ser estereotipos hipersexualizados, vestidas con traje imposibles, piernas desnudas o mallas de red y escotes voluptuosos. Sólo hay que observar los diseños de Bruja Escarlata, Canario Negro o la propia Wonder Woman en los años sesenta: un descaro machista tan claro e intencionado que Alan Moore no pudo evitar parodiar y criticar en Watchmen con Espectro de Seda I y II. Eso, al menos éstas sí corrían la suerte de contar con una identidad original propia y no ser la versión femenina de: véase Hulka, Bat-Girl, Supergirl, Thora o Harley Quinn.

La modernización del cómic ha derivado en un refortalecimiento de las superheroínas.

En el cine, tres cuartos de lo mismo. El género imperante en la primera mitad del siglo XX era el western, seguido del thriller dramático y el cine de espías americano, previa a la influencia sajona de Ian Fleming y el archiconocido James Bond. Casablanca es un gran ejemplo de ello.

Analizar la filmografía de John Ford y Howard Hawks daría para una carrera universitaria cada una por sí misma, pero creo que es el punto de partida perfecto para conocer y contextualizar la evolución de la mujer en el cine. Mientras que en La Diligencia (John Ford, 1939), los personajes femeninos se limitan a ser «la mujer de [inserte aquí profesión: médico, vaquero, dueño del saloon]» o la prostituta del pueblo, denostada por todas las anteriores y tendiente de las miradas lascivas de los anteriores. El único hombre que se dirige con valores respetuosos (por desconocimiento o no) a la meretriz es el personaje de John Wayne. Y es esta actitud la que plantea el primer problema del encierro en la película: por qué trata ese forastero bien a una puta.

Por supuesto, la sororidad brilla por su ausencia. Es el año 1939 y las mujeres están empezando a incorporarse al mercado laboral con plenitud dadas las exigencias de producción y la ausencia masculina, que está batallando en Europa. Tal y como cabe esperar, en el cine que denominamos «clásico» todos los personajes (incluso los masculinos) responden a estereotipos: el espectador debe identificar fácilmente quién es el héroe, quién es el malo, quién es el gracioso y quién representa el deseo sexual de manera explícita.

La hipersexualización añadida a la denostación racial dan lugar a imágenes promocionales como los de la película «Apache Woman».

Unos años más adelante (y me permiten la tremebunda y paupérrima elipsis), saltamos de John Ford a Howard Hawks: estoy hablando de Rio Bravo, de 1959. En esta película, sólo hay dos personajes femeninos: Consuelo, la mujer de Carlos, el dueño del saloon, y Feathers, la tahúr interpretada por Angie Dickinson. La primera cuenta con un papel casi anecdótico y dramático, sin poso narrativo alguno. El verdaderamente interesante es el segundo.

En los borradores originales del guión, Dickinson interpretaba a una prostituta. Ninguna sorpresa. Pero el final romántico que comparten John Wayne y ella escandalizaría al público: el héroe no podía acabar con la prostituta. Nunca. Así que finalmente se decide cambiar su profesión a estafadora, algo más «honroso». Pese a ello, hay muchas líneas de diálogo en la película que dejan entrever un pasado distinto al que nos es presentado. Volviendo al tema central, el personaje de Dickinson se iergue como un modelo atípico en el cine hasta en ese momento: una mujer fuerte pero no por ello menos sensible, leal y valiente, que se juega el pellejo por Wayne, Martin, Nelson y Brennan es más de una ocasión, llegando a quedarse defendiendo el bar en la planta baja a escondidas con un rifle ella sola. Los moldes eran rotos de forma más decidida que en ninguna otra película hasta ese momento, aunque es inevitable que en el tercer acto quede relegada a un papel esporádico que sólo aparece en la escena final para consagrar su romance con el héroe masculino maduro. Eran otros tiempos, pero los tiempos, como escribió Dylan, estaban cambiando.

Las recientes noticias sobre la (ya parece que descartada) idea de reinventar el personaje de James Bond en una mujer (Jamie Bond, Jenny Bond o Jill Bond) me han despertado un pensamiento contradictorio. Celebro siempre el protagonismo femenino en una primera plana, independiente de la infuencia o la necesaria ayuda masculina. Pero, por otra parte, reflexiono: ¿es así como lo merecen? ¿De verdad tenemos que volver al papel de la versión femenina de? ¿Retroceder a Hulka o a la puta de La Diligencia? ¿Limitarse a encajar y no a ser?

La actriz Charlize Theron en ‘Atómica’

En Atómica (David Leitch, 2017), creo que se consigue a la perfección la independencia creativa y feminista. Charlize Theron interpreta a una espía del MI6 infiltrada en la Alemania Oriental que debe acabar con una red que está asesinando agentes infiltrados. Ya no sólo la construcción propia y definida del personaje que hace Theron es alucinante (por fin las heridas no desaparecen y hay un ingenio bastante particular en la acción, influenciado por el cine coreano de Park Chan-wook), sino que no cuenta con un antecedente o canon precedente. Obviamente ha sido infuenciada por la saga Bond (¿qué películas de espías de los últimos 60 años no lo ha sido?), pero el hecho de ser una entidad con identidad propia, construida desde la nada y no sobre unas estructuras prefijadas como es una saga o unas expectativas hacen que la cinta de Leitch (que además cuenta con una narrativa y un estilo visual propios e impresionantes) pueden erigirse al mismísimo nivel de James Bond, mirarle cara a cara y poder afirmar que lo consiguieron sin dejar de ser algo genuino y alejado de él.

Charlize Theron le debe más a Angie Dickinson que a Sean Connery. Charlize Theron no se merece ser la versión femenina de James Bond, como lo es Supergirl de Superman. Se merece ser Atómica, y construir sobre sus orígenes, principios y ficción su propia leyenda, sin mirar atrás a un precedente intrínsecamente machista.