Hace escasas tres noches el aburrimiento me arrastró a los brazos del cine. Revoloteando sin rumbo por las vastas entrañas de FlixOlé topé, casi por casualidad, con una obra magna que era hasta el momento desconocida para mí; El año de las luces (1986), de Fernando Trueba.
Esta singular película explora, con las frugalidades de la posguerra española como telón de fondo, los primeros devenires amorosos del joven Manolo (Jorge Sanz) que, con apenas quince años, es enviado a un sanatorio falangista regentado por apuestas y jóvenes mujeres. Los picores hormonales de la pubertad hacen de su estancia un carrusel de emociones encontradas, pasiones irreprimibles y despertares intelectuales. Sin embargo, la trama se complica cuando la joven María Jesús (Maribel Verdú) entra en la ecuación. El imberbe protagonista de El año de las luces sufre ahora un solapamiento entre el deseo carnal y las sinceras aspiraciones amorosas. Esta convergencia pasional suele recibir el nombre de amor.
Pero el General Franco ha ganado la guerra, y la represión despliega sus fortalecidas alas para impregnar cada espacio de nuestro azotado país. La España bilateral se ha tornado en una España unitaria, férrea y totalitaria. Ya no hay dos discursos ni dos visiones. Ahora hay curas y grises por un lado, y gente tratando de llegar entre lágrimas a la frontera francesa por el otro. La aplastada dicotomía deja paso a un nuevo orden político, moral y religioso. De todos los brazos implacables desplegados por el nuevo régimen, el más asfixiante es seguramente el que recibe la misión de moldear las mentes. Porque la fuerza bruta puede fácilmente doblegar el cuerpo del rebelde. Pero para enterrar un ideal hacen falta generaciones de persecución exasperante y sin cuartel.
Y en este desolador contexto le toca a nuestro muchacho enamorarse por primera vez (encima con la sobrina del cura). Claro que Manolo y María Jesús no saben nada de política, ni de guerras, ni de los rígidos códigos morales del nacional catolicismo. Ellos solo quieren estar enamorados y que la historia les deje en paz. Sin embargo, el martillo de su tiempo golpea inmisericorde los suspiros desesperados de sus anhelos de juventud. Hacer del amor adolescente un acto clandestino y perseguido fue uno de los crímenes más retorcidos e imperdonables de aquella maldita dictadura.
Hay pocas cosas más puras y sinceras en este mundo que el primer amor. Aquel condenado país de misa diaria y sentimientos enterrados que construyó el fascismo con sus viscosos tentáculos consiguió arrebatarle las liviandades amorosas a toda una generación de jóvenes. Los paseos nerviosos, los desastrosos primeros besos, el perderse obnubilado en una mirada ajena sin temor al castigo posterior, los flirteos torpes y las pomposas declaraciones de sentimientos. Sin pudor alguno y con encolerizada mojigatería, la maquinaria engrasada del puritanismo pío arrebató a millones de muchachos la libertad de amar sin miedo.
Huelga decir que no cabe otro destino posible para las fuerzas de la represión reaccionaria que la más humillante de las derrotas. Porque, con Franco o sin él, los jóvenes se seguían amando. Desde la distancia, sin bailes agarrados ni caricias públicas, pero con todo el peso de la candidez torrencial e idealista. No hay bota militar capaz de aplastar todo lo que es bello.
El año de las luces habla, en definitiva, de una época oscura e implacable en la que amar era el más valiente de los actos revolucionarios. Una oda a los primeros amores. Un cantar a los corazones que rompió el franquismo.