Decía William Blake; «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». Es en el error que se comete al excederse de un límite cuando se aprende, según una de las muchas teorías que tiene el proverbio. Todo exceso es malo, todo, por favorable que sea aquello de lo que uno se está excediendo.
Deadpool, avisando de su gamberrismo, de su canalla sentido del humor y de su hilarante propuesta alternativa al molde de superhéroe, tiene como principal virtud su gracia, su intención de divertir y hacer reír, pero el problema que reside en intentar esto es no saber dónde está el límite entre gracia y pesadez, entre ser divertido y ser pedante, entre lograr una carcajada o cansar de las mismas, y Deadpool sobrepasa ese límite.
Puede usted, querido lector, discrepar una barbaridad de lo que está leyendo, y argumentar seguramente que esto que lee es una pura percepción personal de quien escribe estas líneas, y no le falta razón, pues así es, es criterio individual, no una verdad universal. Pero basta con encontrar cierta similitud en la opinión como para atreverse a hacerlo público desde este humilde medio, y gracias a la democracia en la que sus pies y los de un servidor descansan, existe el poder para ello.
Cuidado, Deadpool no es una mala película, por motivos evidentes como que regala uno de los papeles más geniales de Ryan Reynolds o como el trato fiel de personaje y relato al libreto de la marca de cómics que le dio vida, Marvel. Deadpool es una película que decepciona (los hay a los que no, por supuesto) por que quiere divertir por encima de lo que puede y tiene. Su guion es ambicioso en la chulería, pero cae en lo pedante de su grandilocuencia. De una película gamberra termina por resultar una trombosis de gags que al principio divierten, cuando se acumulan molestan y cuando sobran agobian.
No es que no sea divertida, porque tiene escenas sublimes y momentos desternillantes (Hugh Jackman da fe de esto), pero el exceso la termina por convertir en pesada y la hunde en lo mundanal del término interesante. El exceso nunca es bueno, y lo peor es que se diga y se recuerde tan poco.