Algunos sectores de la crítica y la industria cinematográfica han vaticinado la muerte del cine, pero la obra de Paolo Sorrentino es un buen ejemplo de que al séptimo arte todavía le queda mucho recorrido
Roma, 1960. Marcello Rubini se deja arrastrar por el frenetismo de la noche en la Ciudad Eterna. Corre hacia todas partes y hacia ningún sitio en concreto, llamado por la hermosura prohibitiva de las caderas de Silvia, por el ajetreo de sus colegas periodistas, por los flashes de la cámara de Paparazzo, por la llamada de una amante sedienta de atenciones o por el aviso de un suceso extraordinario que hay que cubrir. Movido por las ansias de información fresca con la que retratar a las celebrities italianas, Rubini se zambulle en encuentros excesivos con el alcohol, las drogas y la lujuria, alimentando un enorme vacío que le impide sentarse consigo mismo y emprender el cometido que le redimirá al fin de ese inmoral presente continuo, una novela.
Roma, 2013. Amanece y Jep Gambardella se recupera de su fiesta de cumpleaños. Cualquiera que pueda considerarse alguien dentro de las cumbres intelectuales y artísticas de Italia ha estado rindiéndole homenaje con toneladas de champán y estupefacientes. Jep conoce a todos y todos conocen a Jep, pero a él le da exactamente igual porque a ninguno puede considerarlo un amigo. Tampoco es que la falta de amigos verdaderos le inquiete; últimamente a este periodista lo único que le preocupa es cómo volver a hallar la inspiración divina que le permita volver a ver la belleza de las cosas. Solo así escapará de la superficialidad del mundanal ruido. Solo así será capaz de volver a escribir una novela.
Ha llovido en el cine desde La Dolce Vita (1960) de Fellini y sus líricas imágenes en blanco y negro siguen sin desprenderse de las retinas de los cinéfilos sensibles. En teoría podría considerarse imposible el que un director moderno, o posmoderno, lograse conseguir ese efecto tratando temas similares y, sin embargo, Sorrentino no deja de despertar admiraciones precisamente por esto. De acuerdo a los paralelismos tan evidentes que hay entre La Gran Belleza (2013) y su antecesora – crítica y público son conscientes de la gran influencia que ha sido el cine de Fellini para Sorrentino durante toda su carrera- cabría preguntarse los motivos por los que los temas de La Dolce Vita resultan ahora tan actuales, o el por qué de la necesidad de volver a reproducirlos con otras técnicas, otras imágenes, otro lirismo. La respuesta parece encontrarse en las propias películas de Sorrentino.
La mirada del director italiano está impregnada de un fuerte nihilismo, fomentado por el descrédito que muy probablemente le provoquen los valores posmodernos; El frenetismo con el que avanzan las sociedades modernas, la omnipotencia del ruido, impulsado por la publicidad y el bombardeo constante de información al que esta nos somete, la prevalencia de la apariencia en detrimento de la esencia, que se manifiesta de forma más explícita en el arte, así como la pérdida de auctoritas, o legitimidad de los discursos formados y avalados por la experiencia frente al valor excesivo que se da frecuentemente a los más recientes. En La Gran Belleza, la búsqueda de una salida a esas problemáticas, la búsqueda de una verdad vital a la que aferrarse, encarnada por Jep Gambardella, no hace más que dar con callejones sin salida: la supuesta espiritualidad que aparenta la iglesia no sirve- recordemos al personaje del sacerdote, incapaz de dar consejos más allá de las recetas de cocina- el amor, en sí, no sirve – Jep empieza a sentir algo por la stripper Ramona y, no solo recibe la desaprobación y el descrédito de su círculo social sino que, además, esta muere, dejando de nuevo al protagonista sumido en el vacío. La amistad, honesta, tampoco parece ser una solución definitiva, aunque sí un bálsamo–conviene recordar las conversaciones entre Gambardella y su amigo el dramaturgo- y ni mucho menos el arte coetáneo, que en el filme se muestra como un ente vacío, superficial y efímero dirigido a provocar impacto en una trupe de seguidores aborregados. La observación de dichas problemáticas la hace también Marcello Rubini, angustiado por la constante pugna interna entre seguir viviendo el insustancial presente que le ofrece el periodismo de sociedad o la valiente decisión de apartarlo todo para crear una obra verdaderamente significativa, compleja y disciplinada. Claro que la intelectualidad también se muestra en ambas películas como una trampa, la trampa en la que cae el amigo de Marcello, Steiner, quien, incapaz de soportar el dolor de ciertas verdades vitales, termina asesinando a su familia y suicidándose, y no digamos la grotesca hipocresía de los personajes pseudointelectuales que rodean a Jep, cuyo ejemplo más claro es Stefania.
La mirada del director italiano está impregnada de un fuerte nihilismo, fomentado por el descrédito que muy probablemente le provoquen los valores posmodernos
Dónde hallar, entonces, la chispa que ilumine ese panorama desolador, el escenario sombrío que es la vida, la vida dulce. Dónde se ubican la belleza, la pureza y la virtud en este valle de lágrimas. Es una preocupación relativa a la vida, pero también al arte, que refleja, o se cuestiona, la vida y, sobre todo, relativa al cine. El cine es la vida contada en emociones y la vida, ¿acaso no puede entenderse como una historia narrada en imágenes?, ¿una ensoñación? El cine también es bálsamo, un bálsamo estupendo a la realidad dolorosa. Ya lo dice Woody Allen, que la vida no imita al arte, sino a la mala televisión. Parece entonces lógica la suposición de que los problemas vitales y existencialistas estén íntimamente ligados a los problemas del cine. Aquí recurrimos a la concepción nietzscheana del Eterno Retorno según la cual la historia de la humanidad no avanzaría, como propone el materialismo histórico de Engels y Marx, por el resultado de una contradicción entre fuerzas dominantes y dominadas, sino por una serie de hechos cíclicos repetidos eternamente en diferentes circunstancias hasta alcanzar un último ciclo de perfección. Son las fuerzas tremebundas del destino y el paso del tiempo, frente a las que el hombre miserable, débil, insignificante, efímero, no tiene oportunidad alguna. O esa es, al menos, la actitud que mantienen Marcello Rubini y Jep Gambardella, cansados de ser tan conscientes de su levedad, conocedores de la vacuidad de los placeres mundanos y de la valentía que supone abandonarlos para tratar de alcanzar el virtuosismo. Un sentimiento que anida también en ciertos sectores de la industria – o industrias- cinematográficas. Críticos Rubinis y cineastas Gambardellas asustados por las transformaciones radicales que está sufriendo el séptimo arte, hasta el punto de confirmar su muerte ya anunciada. Les inquietan las plataformas generadoras de contenido audiovisual como Netflix, la alta calidad de las series de televisión, la potencia que ha adquirido el audiovisual en el marketing y la publicidad, la sofisticada realización de videoclips y anuncios televisivos, el 3D y hasta el atractivo de las butacas móviles que ya incorporan algunas salas. Y es cierto que los más apocalípticos podrían recurrir, no faltos de razón, a las teorías de Adorno, Horkheimer y Benjamin para justificar la mezquindad de las industrias culturales capitalistas respecto a un arte tan ensalzado históricamente como el cine; pero en esa asociación estarían dejando de poner su confianza en la juventud.
Para Sorrentino la esperanza en el futuro, intrínseca en un espíritu joven, es la incógnita que ayuda a despejar la ecuación del eterno retorno inútil de la vida. Esa es la incógnita que le faltó despejar a Fellini y que Sorrentino saca a relucir en La Juventud (2015). El cineasta napolitano ha reconocido en más de una entrevista su indiferencia hacia la gente joven por la despreocupación con la que asumen su presente; privilegio que él no pudo disfrutar por una madurez que le vino dada antes de lo previsto. Pero es que para Sorrentino la juventud no va ligada a la edad, sino a la actitud vital. Quería darles un respiro a Rubini y a Gambardella con una película sencilla sobre las emociones que nos asolan en nuestras últimas etapas de vida. Claro que estamos hablando de Sorrentino y su ensimismamiento con la búsqueda de la belleza en el siglo XXI, así que el resultado se perfiló de todo menos simple. El protagonista de la cinta, un viejo y reconocido compositor de música clásica se plantea, desde un balneario de lujo en las montañas, la herencia que deja al mundo que pronto abandonará. Un mundo en el que su vieja esposa, también soprano, va a ser sustituida por otra, jovencísima y hasta más virtuosa, hecho que se niega a aceptar. También se nos presentan un joven actor, deseoso de superar la estela del papel simplista que le dio la fama para trabajar en proyectos más ambiciosos, – actitud en fase de madurez-; un viejo cineasta incapaz de aceptar que sus películas ya no tienen cabida en un mundo que debe dar paso a otro nuevo – actitud joven pero ilusa que lo conduce al suicidio- y una Miss Universo, personificación de la belleza, representante del mundo que nace, reina y consciente de la amplia gama de posibilidades que se abre ante ella para desarrollar sus virtudes – la juventud misma-. El compositor, Fred Ballinger, se acerca a estas realidades hasta poder hacer frente a la suya propia. Finalmente, asume la fugacidad de su vida, se reconcilia con lo que queda de su pasado, su familia, y pone la vista en el breve futuro que le queda. Acepta el eterno retorno y, por tanto, vuelve a ser joven.
Del mismo modo que Ballinger, los apocalípticos del cine deberían aceptar que, efectivamente, en estos tiempos de mutación cultural, de incertidumbre, hay un mundo que agoniza, dando lugar este al inicio de un nuevo ciclo de nuevas posibilidades, y estas, a su vez, fomentarán pronto otras.
Las novedosas tecnologías seguirán superando a las obsoletas dentro, y fuera, de la industria cultural. Seguiremos necesitando que el cine nos cuente la vida, la nuestra, enfrentándonos a nuestros sentimientos más inconscientes y sus porqués, reinventando nuestros motivos para seguir vivos un día más dentro del eterno retorno, dándonos fuerza, como hace Sorrentino reinterpretando a Fellini. Esa es, precisamente, la labor virtuosa del artista, el saber llevar a cabo esa reinterpretación de forma eficaz.
De nada sirve seguir paseando por los senderos de la nostalgia como Owen Wilson en Midnight in Paris (2011) – el propio personaje se da cuenta de que no tiene mucho sentido vivir en el pasado existiendo la posibilidad de transformar nuestro presente de la forma más válida para nosotros-. Cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor. El pasado puede, de hecho, darnos algunas claves válidas para entender el presente y mejorar el futuro. La gran industria en la que se ha convertido Hollywood, ¿Acaso no nació por la reacción de un grupo de cineastas jóvenes e independientes que se negó a ceder sus derechos creativos al control de Edison? Por qué no habría de fomentar otro movimiento, o movimientos, independientes o reaccionarios.
Independientes o no, apocalípticos o integrados, la clave está siempre en mirar hacia el eterno retorno del futuro con valentía, fuerza y juventud. Ya lo dice Jep Gambardella, que siempre se termina con el final, con la muerte, pero que antes, escondida entre el ruido, la confusión y el “bla, bla, bla” ha habido una vida y que la vida, como el cine, a fin de cuentas solamente es un truco. Ya lo dice Sorrentino, que la desaparición del cine son “rumores pasajeros”, que “el cine de mañana será como el de ayer”, porque las películas “son una estupidez maravillosa, y eso las hace absolutamente necesarias”.