Bob Dylan, unos patos y una ciudad burlona.

Fue un lunes cualquiera. No era especialmente colorido, ni bonito, ni agradable. Los pájaros volaban en bandadas de tamaño estándar, los automóviles se acoplaban tomando forma de riachuelo en la autopista, los edificios de la ciudad seguían siendo grises y los policías patrullaban diligentemente las mismas calles de siempre. Todo se mantenía en una delicada quietud constante. Sin embargo, yo paseaba por Madrid y me decía a mi mismo: «qué día tan cinematográfico». El mar insomne de ladrillos perennes me miraba con jocosa extrañeza. Las hambrientas bocas de Metro emitían risas guturales ante mis presuntuosas elucubraciones. Las farolas fuera de servicio asomaban sus narices a pesar del cielo diurno, y con su pose más distópica trataban de explicarme que la lumbre artificial se paga en fealdad. Aquella ciudad conspiraba en mi contra, pero yo seguía en mis trece. «qué día tan cinematográfico».

Caminaba mientras escuchaba música. Sobre todo canciones de Dylan y Cohen. Lo sé, vaya capullo presuntuoso estoy hecho. Mis pasos tímidos pero firmes seguían un meticuloso ritmo constante. Mis manos se encontraban reposando de forma análoga y recíproca en sus respectivos bolsillos. El viento enmarañaba mi pelo oscuro a su antojo. Cohen cantaba para mí algo sobre un partisano que cogió su arma y se desvaneció. La ciudad seguía haciendo ruido a mi alrededor, pero mis pies seguían en movimiento sin prestar atención. «Esto parece una escena de una película cualquiera de Wim Wenders» pensé.

Tras un considerable tiempo de caminata atravieso las puertas del parque del Retiro. Me siento en un banco para observar calladamente a los árboles y sus danzas. Los jubilados hacen marcha a un envidiable ritmo postolímpico, y el estanque está lleno de barcas. Los patos se pelean por los pedazos de pan que lanzan al agua los turistas. Malditos patos, siempre con sus rencillas internas. Mientras tanto Dylan me estaba susurrando, a dueto con un tal Johnny Cash, algo sobre un amor verdadero que dejó en un lugar donde los vientos golpean fuerte la frontera. «¿He tenido yo alguno de esos?» me pregunto yo a mi mismo. «Vete tú a saber…» me respondo yo mismo a mi. Al amparo de estos pensamientos, me acuerdo de Llewyn Davis. «Esto parece aquella película tan intensita de los Coen», me digo.

Cuando llegué al Metro, eché en falta una guitarra y un gato. Bueno, y una barba tan resultona como la de Oscar Isaacs, pero mi rostro barbilampiño no atiende a razones. Puestos a decir la verdad, en mi vida he tocado una sola nota de guitarra y me caen mal los gatos. Así que se podría decir que mis pensamientos se dejaron llevar por el lirismo de la situación sin atender a la realidad. Porque a mi eso de atender a la realidad a veces se me olvida.

Mientras tanto, la ciudad permanecía intacta. Sin conocer el contenido de mis pensamientos. Sin detenerse en su incansable vorágine. Los pasos de cebra seguían siendo negros con rayas blancas (¿o era al revés?). Los semáforos aún constaban de tres colores. Las buenas gentes se dedicaban a sus asuntos de lunes. Y las malas, pues también. El cielo seguía habitado por nubes grisáceas pero lejanas. La plaza de Callao seguía igual de ruidosa. Madrid no era ni más Madrid ni menos Madrid que cualquier otro lunes del año. Si uno lo analiza con frialdad, aquel fue un día de lo más ordinario. Pero yo, con mis versos de Dylan y mi pelo enmarañado, seguía repitiéndome: «qué día más cinematográfico». A mi alrededor, Madrid se burlaba. Pero no me importó. Yo a Madrid todo se lo permito.