Título original: The Holdovers
Año: 2023
País: Estados Unidos
Dirección: Alexander Payne
Guion: David Hemingson
Fotografía: Eigil Bryld
Reparto: Paul Giamatti, Dominic Sessa, Da’Vine Joy Randolph, Carrie Preston, Brady Hepner, Michael Provost, Andrew Garman, Naheem Garcia, Gillian Vigman, Tate Donovan, Ian Dolley, Jim Kaplan
Productora: Universal, Miramax, Focus Features
Género: Comedia, Drama
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No debería sorprender a nadie que conozca el cine de Alexander Payne todo aquello que rodea su última película, Los que se quedan (The Holdovers en su título original). Después del fracaso de la minusvalorada Una vida a lo grande (2017), una película que no tenía miedo a la hora de mirar hacia el futuro a través de la ciencia ficción de corte ecológico, es normal que haya decidido dirigir un guion que se ajustaba como un guante a sus inquietudes como cineasta humanista, algo cínico y que siempre intenta buscar esa comedia que hace de bálsamo y que nace del patetismo universal que habita en cada ser humano. Como aliciente, la trama se desarrolla en la Navidad de 1970, es decir, con doble ración de nostalgia. Y ya adelanto que ha supuesto todo un caramelito agridulce para que el oriundo de Nebraska explote al máximo sus virtudes y nos entregue su mejor película desde Los descendientes (2011).
La cinta, siguiendo el tradicional esquema de personajes que se ven obligados a convivir durante un período de tiempo, arranca con las vacaciones de un grupo de estudiantes en un colegio privado de Nueva Inglaterra, dónde el estricto profesor Paul Hunham (Paul Giamatti en su salsa), su rebelde alumno Angus Tully (Dominic Sessa debutando de cara a un futuro prometedor) y la jefa de cocina Mary Lamb (sin ese pegamento que es Da’Vine Joy Randolph no habría película) irán compartiendo durante las dos semanas lo único que los hace realmente iguales: su soledad. Un desamparo bien motivado por la incomprensión, la pérdida o el abandono de los seres queridos. Que crece en fechas tan puñeteras como las que cierran el año, tan dadas a esa especie de escaparate melancólico que profesamos al hacer el balance de cuentas vital y del que quizás podamos sacar alguna enseñanza, como de que afloren sentimientos ambiguos y contradictorios.
Y en estos parámetros de lo agridulce siempre se ha movido como pez en el agua Alexander Payne, quién vuelve a partir de un escrito ajeno como ya lo hiciera con Nebraska (2013), pero que esta vez parece conseguir sintonizar muchísimo mejor con él, de una manera más orgánica, cálida y, por primera vez desde Election (1999), haciendo prevalecer los recurrentes bits cómicos en la configuración de su viaje hacia el corazón de su pequeña e improvisada familia. Una que se crea casi 40 minutos después de que aparezcan sus títulos de créditos, metraje en el que Payne se destapa sorprendentemente como un funcional e interesante narrador de imágenes. Una faceta siempre relegada o disminuida en parte en sus anteriores trabajos y que aquí encuentra su máximo sentido en cada encadenado por fundido y hasta en cada cortinilla (su hilarante gran marca de la casa)
Aunque ahí no se queda aparcado el asunto, pues a partir del road trip que sucede en cierto momento de la narración (otro tropo que es canon en la filmografía del director), Payne completa la simbiosis cuasi perfecta entre comedia y drama, entre imagen y texto. Entre lo que se espera de una fábula navideña (una feel-good movie capaz de abrazar al espectador incluso con sentimentalismos baratos) y lo que le interesa de verdad a sus creadores (dejar un espacio a sus personajes en el que puedan parar a mirarse alejados de moralinas). Y nada de ello funcionaría, claro, sin ese fantástico reparto, en el que destaca por encima de todo el carisma arrollador y la mirada frágil de un Doiminic Sessa capaz de hasta aguantarle momentáneamente el pulso al espectador cuando se rompe la cuarta pared. Un actor tan en sincronía con su personaje como con el propio espíritu setentero de la cinta (todo recuerda un poco a Hal Ashby).
También arropan excelentemente a Los que se quedan una variada y navideña BSO, cuya incidencia sutil en el relato remarcan cada momento de entendimiento o distanciamiento en sus personajes, casi como si los acordes de los villancicos los aislaran aun más del resto del mundo y las dinámicas propias de las festividades, pero a su vez los empujara a refugiarse todo el rato en su pequeña comunidad (entre nous, se repiten una y otra vez Sessa y Giamatti). Tanto si rien, lloran, aman o mienten como diría Labi Siffre. Procesos que transitaran sus tres almas en pena hasta que el sol vuelva a salir, las aulas vuelvan a llenarse y el calendario pase página (como si eso significara que nosotros también), momento en el que todo el cariño y empatía contenido en un firme apretón de manos valdrá más que cualquier muestra de afecto. Después, como en la vida, solo quedará echar unas gárgaras de alcohol por los que ya no están e ir a por el siguiente viaje.