La mayoría de artículos que versan sobre los reality shows y la prensa del corazón se centran en denostar ambos formatos, en una búsqueda fútil y pseudointelectual de rechazar una práctica televisiva candente y altamente rentable a cambio de ganarse los vítores de mediocres y críticos que simplemente no son capaces de asumir que un producto triunfa por sí mismo en un medio (como lo es el televisivo) que comienza a morir poco a poco a causa de su propia concepción.
No me genera ni placer ni rechazo ninguno de estos formatos; me limito a observarlos desde la distancia (que no desde la altura) en la que me siento cómodo, siendo testigo de cómo evoluciona y se metamorfosea para seguir calando en una sociedad que alza y destruye ídolos a cada segundo. Partiendo de la premisa de que mi nulo interés por los reality shows se basa en la desafección y no en un rechazo declarado contra los mismos, afirmo desde este segundo párrafo que no comulgo en absoluto con la idea de estos elitistas que luchan fehacientemente por la cancelación de todos y cada uno de los programas que se centren en ser testigos de las relaciones sociales e íntimas de desconocidos (o no) bajo la excusa de que así se erradicaría un mal cuya raíz es la incultura. La altura moral sobre la que se postran en pos de una sociedad mejor haciendo desaparecer ciertos elementos de la cultura (sí, cultura) televisiva no es más que la encarnación de un complejo de inferioridad que resuelven intentando destacar sobre el resto imponiendo su criterio, gustos y prácticas.
Habiendo establecido mi opinión al respecto, mi crítica velada no se dirige tanto hacia todos los espectadores del programa La Isla de las Tentaciones como a una parte considerable de ellos que representa una hipocresía tan consciente como soberbia: son los espectadores críticos con el contenido, que sin embargo disfrutan y se revuelcan como cochinos en una chiquera asistiendo cada noche a las galas y eventos que suceden, pues es precisamente esa espiral de placer culposo y falsa posición moral la que les atrae del programa.
La Isla de las Tentaciones es un reality show ubicado en unas instalaciones de lujo donde varias parejas se separan por género en dos casas (ya es reseñable el hecho de que no se planteen ni por asomo que haya parejas homosexuales, bisexuales o transexuales), en el que una serie de «tentadores» buscan que las personas comprometidas caigan al infecto pozo de la infidelidad. Como ya establecí en los dos primeros párrafos, me importa un carajo el contenido del programa y el hecho de que éste se emita (supera cada noche la barrera del 20% de share, un dato encomiable); lo que sí es irrisorio es el porcentaje de ese 20% que no se conforma con simplemente consumirlo sino que, a través de las redes sociales (una herramienta que retroalimenta el programa y que conforma uno de sus pilares de éxito) responden a los distintos sucesos del reality con una visión de falsa moralidad y ética que acaba resultando opaca y nauseabunda.
Abanderados de las relaciones sanas y de respeto que se excitan y entusiasman cuando en el formato hay el más mínimo indicio de un maltrato o de una infidelidad porque, en el fondo, su reflejo moral tan sólo transgrede lo ideal y lo que más desean en sus propias vidas y en las ajenas es el sufrimiento que oculte un vacío existencial y de valores que es lo que les ha convertido en seres desgraciados y tristes. Se llenan la boca hablando del «no al bullying» y a las faltas de respeto al físico de una persona mientras llaman «calvo», «viejo» o «bizca» a los concursantes, señalando todo el espectáculo desde un trono erigido sobre la mierda que consumen y en la que se regodean como moscas sobrevolando la hez.
Si les señalas e indicas que, por mucho que critiquen el programa, son parte de la maquinaria del fango que hace posible ese sufrimiento (como espectadores que engrosan ese quinto de cuota de pantalla y el tráfico en redes sociales), se revuelven y les posee el espíritu de la superioridad moral -a la que someten mientras ven el programa- y lanzan proclamas del estilo «el cine también es machista» (como si lo fuera de manera consciente y no porque sea parte de un sistema social heteropatriarcal, al contrario de este formato cuya propia concepción es la infidelidad y el sufrimiento psicológico) o «¿te crees mejor por no verlo?» (no, porque no se trata del consumo en sí mismo sino de cómo se consume y las consecuencias que acarrea).
Para los despistados o a los que la bilis les haya impedido leer la parte superior del artículo, vuelvo a reiterar que no me parece ni bien ni mal que se emitan reality shows, ni aunque su planteamiento sea más o menos deleznable, sino que en vez de admitir que lo consumen por puro placer y ya (que debería ser suficiente, qué mundo sería este si no consumiéramos productos contrarios a nuestros valores y opiniones), necesitan de esa visión tan cínica y tóxica en la que se protegen tras un velo ético que han fraguado durante años en redes sociales a golpe de twitt viral e irregular y caduca idiosincrasia y en la que no es revelada la triste verdad de sus vidas: que prefieren beber veneno a morir de sed.
«Dentro de la frágil corteza de la civilización se agita el caos… Y existen lugares donde el hielo es delgado a traición.»
– V de Vendetta (Alan Moore, 1982-1987).