Ha transcurrido un mes desde mi último Martini en el bar del hotel Overlook. Una gripe de caballo y unas jaquecas insoportables me han retenido en la cama durante más tiempo del que hubiera deseado. Luego está la historia de cómo mis vaqueros favoritos quedaron inservibles después de una fiesta, pero esa es una historia para otra ocasión. Mi baja temporal me ha permitido rondar incontables ideas para contar a mi camarero Lloyd. La de hoy, polémica cuanto menos. «Uno cargado, Lloyd. Y póngase cómodo». «Había sentido su ausencia, joven. Cuénteme.» «Hablemos de cómo Spielberg se ha convertido en un dinosaurio en su propia industria». «Viene usted fuerte, como su bebida.»
Hace unos pocos días me sacudían unas declaraciones del director Steven Spielberg, en las que afirmaba que «un buen telefilme se merece un Emmy, no un Oscar». A continuación, alertó que «Netflix está haciendo un daño considerable al cine».
Este Martini con Liria, lejos de ser una especie de carta respuesta al autor de grandes obras maestras como Jaws, E.T o La Lista de Schindler o de parecer un perro rabioso escupiendo espuma por la boca, simboliza una reflexión que desde hace tiempo rondaba mi cabeza pero no se había materializado hasta ciertas palabras similares de James Cameron o estas oficiales de Steven Spielberg.
Seré directo: el cine, como tal, como la experiencia de asistir a una sala, está muriendo. Se desangra lentamente, muy lentamente, pero lo hace. Y hasta ahora, no he sido capaz de atisbar una luz de esperanza para el arte al que más amor profeso en este mundo. La industria de Hollywood se está convirtiendo en una élite de dinosaurios (al más puro estilo Parque Jurásico), anclados en una época y concepción del cine tan arcaicos que son objeto de recolecta de Indiana Jones. Existe un hándicap instalado casi sistemáticamente en todas las grandes mentes del sector, según el cual la solución al alza y éxito de las plataformas digitales es sentarse en un sillón de cuero con una bata y pipa a rezongar sobre los tiempos dorados y cómo los valores morales de los jóvenes se devalúan. ¿Una estrategia práctica? Ni es planteada. Los estudios de Los Ángeles se asimilan hoy día más a un geriátrico que a aquella maquinaria de fantasía y dólares que era hace treinta años.
Netflix y el resto de plataformas cuentan con un talón de Aquiles, una kryptonita, un punto débil: no es una experiencia excitante ni especial. Sentarse en un sillón con un mando o deslizando una pantalla cuenta con la misma emoción que una carrera de caracoles. A ello hay que añadir que ningún hogar común del planeta cuenta con la infraestructura de imagen y sonido que un cine. Ninguna. Ni el mejor de los proyectores de mercado doméstico se compara con el del cine, el equipo de sonido que provoca que tu butaca retumbe no es ni un 20% de lo que alcanza tu Home Cinema.
Además, un halo especial inunda la experiencia de asistir al cine. Quedar con tus amigas, amigos, familia o pareja. Acordar una película, una hora, un lugar. Prepararse para la velada: esa salida al cine suele ir ligada a una salida de copas después o una comida en cualquier sitio. Elegir tu butaca, sentarte y estar acompañado de cien personas más, dispuestas a vivir durante dos horas una misma historia de la que saldrán con cien conclusiones y sensaciones diferentes. Ustedes dirán: «pero Liria, es que Netflix es más cómodo». Sin duda, su enorme ventaja es esa, pero dime… ¿es acaso mejor?
Este factor, el del cine como experiencia, como velada agradable, como elemento indispensable de ocio en nuestras vidas, es una ventaja que la industria actual, repleta de fósiles, no contempla como fortaleza a explotar. ¿Que la gente no asiste al cine? ¿Cómo se explica entonces que un día del espectador, un día especial en el que la entrada se rebaja a los 3 euros, las salas estén llenas hasta la bandera? ¿Es un problema de los productos sustitutivos o quizás debamos atraer al espectador de nuevo con precios asequibles y vendiendo la experiencia como única e inigualable? Las plataformas digitales no son más que una china en el zapato. Solo hace falta pararse, retirarla y seguir andando. Pero el inmovilismo instalado en esas viejas glorias del entretenimiento (ayer Cameron, hoy Spielberg, mañana quién sabe) impide que el cine vuelva, de nuevo, a brillar con tiburones, terminators, mafiosos y guerras de las galaxias.