«El hombre es un lobo para el hombre», defendía el filósofo materialista Thomas Hobbes, quien concebía al individuo como un ser malvado por naturaleza. El ansia innata de poder genera una sociedad amoral donde el «yo» precede al «nosotros». La violencia se convierte, por ende, en un pilar fundamental de una realidad social basada en la guerra del todos contra todos. Por lo tanto, siendo la cultura una extensión de nosotros mismos, es inevitable que la violencia sea también un pilar fundamental del cine.
De esto nos habla Asesinos natos, una maravillosa actualización posmoderna de Bonnie y Clyde bañada en LSD y cultura pop. Mientras recuerda al Kubrick de La Naranja Mecánica y augura el Tarantino de Kill Bill, Oliver Stone ordena un descontrolado relato que reivindica la naturaleza malvada del hombre (y la mujer) desde un prisma que sólo la contemporaneidad podría necesitar. Esta onírica historia (ideada por Tarantino, por cierto) genera una radiografía del universo audiovisual actual y de cómo ha acabado convirtiendo la violencia gratuita en un argumento universal.
Que el filme decida alternar entre formatos y estilos no es sólo una decisión que busque reivindicar una visión autoral en la obra. Stone nos habla de la omnipresencia casi inperceptible de la violencia en el cine y la televisión. Genera un microcosmos que demuestra que sea en blanco y negro o a color, en la animación o en la acción real, en la ficción o en la telerealidad; siempre estamos consumiendo violencia, muchas veces de forma inconsciente. Ni siquiera la inocente sitcom I love Lucy parece poder escapar de las garras de este invisible arquetipo.
De hecho, esta violencia resulta ya tan imperceptible que la única forma que tenemos de detectarla es cuando se manifiesta en su faceta más hiperbólica. Necesitamos que sea cada vez más explícita y salvaje para ser capaces de saciar nuestro anhelo, cuál drogadicto que requiere cada vez más dosis para sentir los efectos de su droga.
Asesinos natos vendría siendo El manifiesto comunista de la violencia audiovisual contemporánea. «Un fantasma recorre el cine: el fantasma de la violencia». Parece que no podemos entender la ficción sin la violencia. «Mato porque lo llevo en la sangre, es mi destino», dice nuestro protagonista Mickey Knox, entendiendo que su necesidad de asesinar es tan injustificada como la decisión del guionista que le obligó a hacerlo.
La violencia ya no entiende de géneros, simplemente aparece de forma innata en cualquier forma de ficción, al igual que lo hace en cada uno de nosotros. El cine acaba siendo una extensión de nosotros mismos, nos ayuda a entender nuestra propia naturaleza. La ficción nos hace entender que somos seres mucho más malvados que los que Hobbes propone. Ya no es sólo que justifiquemos la violencia practicista, ya que al fin y al cabo un león matará a una gacela por su necesidad de sobrevivir, por muy egoista o cruel que eso puede suponer. El problema surge cuando justificamos la violencia incluso cuando esta no es necesaria, como si de una especie de fetiche voyerista se tratase.
Asesinos natos habla de ese egoista afán del ser humano por disfrutar de la violencia cuando afecta al prójimo, cuando no es más que una obra de teatro de la cual somos simples espectadores. Por supuesto, esta fascinación tiene una explicación. «Es la única forma de que la muerte ocupe un lugar en mi vida sin afectarme directamente», defiende Haneke. Pero eso nos convierte, sin embargo, no sólo en seres malvados como Hobbes defiende, sino también en seres perversos. Stone lleva esta idea hasta el extremo en que los antagonistas de esta historia no son la pareja asesinos, sino los medios que hacen eco de sus crímenes. El malo no es lobo por ser lobo, sino el hombre que nos muestra la peor faceta del desgraciado animal.
Por ese motivo es tan justificado a la par que preciso el final de Asesinos natos. «El amor mata al demonio», les es augurado a Micky y Mallory durante su alucinógena odisea. En efecto, así será. El asesinato del impasible reportero Wayne Gale será la afirmación de ese vaticinio, ya que será el último crimen de los Knox. Por mucho que Gale busque mostrarse como mártir adoptando la posición del crucificado antes de morir, Stone deja claro que se trata justamente de la propia antítesis del Salvador. Los medios son el demonio. Los directores, incluido Oliver Stone, son el demonio. La cámara es la principal testigo de sus pecados. Porque sin ellos no hay crimen, violencia o muerte. Ellos son la ventana al interior de nuestro más oscuro vicio, la puerta de entrada a nuestro más ansiado descenso a los infiernos.
«¿Ya no hay nadie en Hollywood que crean en los besos?», exclama Mickey Brox, como lamentándose por esa violencia que se ve obligado a ejercer y que le impide disfrutar del amor. Lamentándose por esa violencia que se ve obligado a ejercer, como personaje y como ser humano.