El cine es un canal todopoderoso para la expresión humana. En sus inicios fue utilizado como fenómeno a través del efectismo, aprovechando la revolución que supuso este nuevo método. Ha sido también utilizado de manera propagandística para controlar a las masas, como máquina de hacer dinero, como medio abstractamente experimental o como escaparate publicitario e incentivador. Pero, probablemente, la función que más ha encajado intrínsecamente con el cine es la de contar historias, la de dibujar al ser humano en toda sus aristas.
Y es que, a veces, uno tiene la fortuna de encontrarse en el camino con películas como Smoke (Wayne Wang, 1995). Cintas que no aspiran a convertirse en un clásico, porque no lo necesitan para funcionar a las mil maravillas. Aquellas cuya única pretensión es la de contar una historia humana, real y firme. Una historia de verdad.
Paul Benjamin (William Hurt) es un escritor viudo. Pasa sus días fumando y evadiendo su destino, escribir, desde que perdió accidentalmente a su mujer. A partir de aquí, toda una suerte de casualidades se suceden. Todas ellas con un nexo común: Auggie Wren (Harvey Keitel), el dueño de un estanco en el que ocurren todas las reuniones del barrio.
La película comienza con una arbitraria conversación en el estanco sobre las mujeres y el tabaco. El escritor, que entró a comprar su cajetilla, acaba contándole al grupo cómo se puede pesar el humo: pesando el cigarro entero, prendiéndolo después hasta que se consuma y ponderar de nuevo las cenizas y la boquilla. Y, voilá, la diferencia entre los pesos es el propio humo.
Estos monólogos y anécdotas son recurrentes durante la película. Solo con planos fijos de un personaje hablando y los contraplanos de los demás escuchando consiguen ramificar la historia. La narración va más allá de sus protagonistas. Y el mejor ejemplo de ello es su propio final, un memorable monólogo del personaje de Harvey Keitel contando una anécdota, a priori, irrelevante para la trama. Pero que acaba cerrando magistralmente la película: Auggie encontró la cartera de un ladronzuelo habitual de su estanco y el día de navidad, que no tenía nada que hacer, fue a la dirección que encontró para devolverla.
Allí lo recibió una señora mayor, que nada más abrir lo abrazó diciéndole que se alegraba infinitamente de que su nieto se hubiera acordado de ella. Estaba ciega. Auggie le siguió la corriente, se hizo pasar por su nieto y cenó con ella. En el baño encontró una cámara fotográfica y la robó. Luego se fue, sin ceder en ningún momento de la farsa. Esta misma historia será la que inspire a Paul Benjamin para salir de su bloqueo y volver a publicar.
Y no deja de ser fantástico que lo relate como un cuento de navidad, cuando gira en torno a un hombre que miente y roba a una anciana. Es una contradicción, pero también el broche de oro a la película: el escritor vuelve a las andadas, y el círculo narrativo se completa.
Por el camino también han sucedido varias historias que hacen evolucionar a los personajes: el escritor conoce a un chico que se refugia en su casa porque le ha robado a unos matones. Acaban tendiendo fuertes vínculos y esto también les lleva a buscar al padre del joven (Forest Whitaker), que cuando murió su madre se fue con otra mujer. El reencuentro es el matiz emotivo de la película, pero no es lo único que provoca. El chico estropea un negocio de Auggie, y el estanquero finalmente decide darle el dinero que había robado para arreglar su falta. Él cierra su ciclo de madurez, y Auggie luego da el dinero a su ex mujer en un acto altruista, para pagarle una clínica de desintoxicación a la hija de su antiguo amor. Que, por cierto, nunca sabrá si también es hija suya.
Cada suceso desencadena el siguiente, con una amplísima variedad de propuestas narrativas y una riqueza humana incalculable. Todas las subtramas empiezan y terminan en el estanco. Y el tabaco se convierte en la gran metáfora de la película, su hilo conductor. El humo es el dolor de tantos personajes que fuman y se abren en canal con cada cigarrillo. Y el arte es el contrapunto a todo este pesar. El escritor tiene un bloqueo por un trauma, y las historias de la película le llevan a volver a escribir. El chico que había robado entabla la primera conversación con su padre porque estaba dibujando el taller en el que él trabaja. El estanquero se salva de la mediocridad de su vida haciendo una fotografía cada día en el mismo sitio a la misma hora. Son los dos grandes puntos compositivos de la película: el tabaco y la decadencia, el arte y la plenitud.
La obra tiene también otros atractivos que terminan de engrasar y hacer original a la maquinaria impoluta que es su trama. El final que antes mencionábamos, la anécdota que cuenta el estanquero en la que roba a una anciana y le miente, acaba siendo un acto bonito. Le sigue una narración impecable, que invierte los órdenes de la moralidad y logra historias tristes, pero inmoralmente bellas. Incluso el hecho de que el escritor decida escribirlo como cuento de navidad es rizar aún más el rizo.
Todo este portento de trama tiene una sencilla explicación. No es casualidad la meticulosidad de la narración, sino algo premeditado. El codirector del film es, aunque no salga reflejado así en los créditos, el escritor norteamericano Paul Auster. Y la película es uno de esos felices encuentros entre la literatura y el cine. Parece que el cine alcanza sus cotas más altas cuando se tiene claro que lo fundamental ha de ser la trama. Y a partir de ahí, se construye todo para el nuevo medio: se eligen buenos actores, se hace una buena fotografía, lo acentúas con la música adecuada. En este caso, un sublime Tom Waits. Hay ejemplos reveladores de directores que hasta que no basan sus películas en buenos libros no consiguen triunfar, como es el caso de Wim Wenders con Paris, Texas (1984). Pero parece algo indestructible el cine cuando su principal inercia es la historia, y esta es de calidad, un trabajo profesional hecho por expertos. Una historia, luego todo lo demás.