Los planos secuencia siempre dan que hablar. Son uno de los recursos técnicos más comentados y alabados en cine y televisión y con el estreno de 1917 esta forma narrativa que tanto hipnotiza vuelve a estar en boca de todos. Y es que sin lugar a dudas el último trabajo de Sam Mendes es ya toda una proeza cinematográfica en este sentido. Dos horas de largometraje en un gran plano secuencia – salvando cortes digitales tremendamente bien disimulados. Los planos secuencia quedan bien y gustan a todos. En los últimos años se han convertido en una especie de desafío para que algunos cineastas hinchen su pecho de orgullo y esto puede parecer que se trata de un recurso puramente estético. Sin embargo, su uso va más allá del simple artificio.
Comencemos por lo fundamental y obvio: sí, un plano secuencia supone un trabajo y un esfuerzo colosal, y sea cual sea su función última en la narrativa, su ejecución es siempre algo que merece reconocimiento. Planificar una toma sin cortes que se prolongue un tiempo dilatado – en ocasiones incluyendo en ella varias escenas – requiere una coordinación precisa de prácticamente todos los equipos y departamentos implicados en una grabación. Así que, aunque su función acabe siendo meramente superficial, no hay que olvidar su laboriosidad y empeño técnico.
Ahora bien, hay mejores y peores planos secuencia. Y es que aquellos que de verdad sobresalen son los que además de lucir, inciden, cuentan y transmiten parte de la narración que se quiere plasmar en la pantalla. Para que nos entendamos: aportan algo.
Dar dinamismo a una escena y conseguir potenciar ciertas situaciones suprimiendo cortes de edición son dos funciones que suman a la hora de definir un buen plano secuencia. Esto se emplea en escenas de acción, que manteniendo la cámara “sin pestañear” el espectador se involucra con profundidad en el momento narrativo, elevando la tensión y añadiendo altas dosis de realismo y cercanía a la secuencia. Y lo más importante: creando una sensación de peligro auténtica, algo que debería ser básico a la hora de rodar acción pero que suele quedar diluido con la epilepsia de cortes, como sucede a menudo en el cine de Marvel.
Ejemplos claros de cómo un plano secuencia favorece e intensifica la acción se encuentran en cintas como Oldboy (2003), o El renacido (2015), donde Alejandro González Iñárritu – quien tiene predilección por este tipo de técnica (ya hablaremos de Birdman) – logra una inmersión completa a la hora de mostrar el enfrentamiento entre nativos americanos y exploradores. El peligro rodea en todo momento al personaje y logra un efecto que una excesiva edición podría estropear.
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Y es que una escena de este calibre – a pesar de haber cortes falseados digitalmente – perdería un tremendo peso narrativo con una edición más al uso: dejaríamos de temer por los personajes y esperaríamos una salida más conservadora y previsible de la situación para ellos. La imprevisibilidad domina la escena y ayuda a que la narración no solo se acelere, sino que avance hacia nuevos giros de guion.
Si hablamos de escenas de acción rodadas en plano secuencia que hagan avanzar la historia y aporten sentido a la narración no podemos olvidarnos de Alfonso Cuarón, otro auténtico obseso con este recurso fílmico – y quizá uno de los mejores en usarlo-. Un ejemplo ya clásico de esto nos llegó con Hijos de los hombres (2006) (ojo spoilers)
Y es que esta cinta contiene ejemplos de manual sobre cómo rodar en plano secuencia con precisión milimétrica y sentido narrativo. La escena de la emboscada al coche donde viajan los protagonistas hace trastocar la dinámica de los personajes y presenta un giro de guion importante para la historia mientras enfatiza la asfixia, claustrofobia y peligrosidad del momento. Además de ser visualmente espectacular. Una buena escena de acción nunca debe carecer de consecuencias para sus participantes ni quedar vacía de sentido. Emplear un plano secuencia suele ayudar a dotar de significado a ese momento.
Pero los planos secuencia van más allá de la acción. Su inherente capacidad de subjetividad y de establecer una relación entre espectador y personaje hacen que sea muy útil a la hora de querer presentarnos universos determinados. Ejemplo claro de ello sucede de la mano de Martin Scorsese en Uno de los nuestros (1990), donde el realizador usa este recurso a la hora de mostrar el mundo en el que se está introduciendo el personaje de Ray Liotta. Todo un descenso a los infiernos de la mafia sin cortes que hacen que, con una naturalidad pasmosa, el espectador entienda perfectamente cómo ha evolucionado el protagonista de la cinta.
La tensión forma parte fundamental del cine. De la mano del uso para las escenas de acción está el empleo de planos secuencia para alargar y agudizar el suspense y la intriga. Ejemplos no faltan: ahí está la mítica escena del triciclo en El resplandor (1980) o la escena del psiquiátrico en El Exorcista III (1990). Escenas que nos hacen respirar lo que sucede en pantalla con un pulso inquieto, algo fundamental para el género de terror.
En este campo también destaca el magistral plano secuencia de Sed de mal (1958), donde Orson Wells encaja la elaboración más pura de la tensión – una bomba en un coche que no sabemos cuando explotará – con la presentación de los protagonistas de la cinta – el paseo de Charlton Heston y Janet Leigh – mientras se introduce al espectador en el escenario en el que transcurrirá la acción – un pequeño pueblo en la frontera mexicana -. Todo ello en poco más de tres minutos.
También lejos de la acción, del travelling y de la stedycam, rodar sin cortes sirve para enfatizar las emociones de los personajes ante la cámara. Largos planos que suelen realizarse con una cámara quieta y que, en lugar de potenciar situaciones y escenarios hacia fuera, incide en lo íntimo del momento.
En estos momentos la mayor parte de la responsabilidad recae sobre los actores y es ampliamente usado en monólogos. Su calificación académica como «plano secuencia» es aquí debatible, aunque sin duda contiene muchos de los elementos de los planos secuencia ya comentados. Sin irnos muy atrás en el tiempo destacan los ejemplos de Emma Stone en La La Land (2016) con el tema “The Fools Who Dream”, o Scarlett Johansson en Historia de un matrimonio (2019) desmenuzando su pasado ante Laura Dern. O algo más intimista: la cámara fija en A ghost story (2017), que mantuvo a Rooney Mara cinco minutos comiendo una tarta.
Pero acabemos por todo lo alto. Porque si hablamos de esto es por 1917, y si hablamos de 1917 hay que hablar de sus precedentes. Con La soga (1948) Hitchcock volvió a unir cine y teatro para que el suspense no se diluyera en ningún momento. Esa bomba en el coche usada por Orson Wells aquí se extiende durante hora y media y es ahora un trozo de cuerda.
Y finalmente, con Birdman (2014), volvemos a Iñarritu, y vemos como todo los usos anteriores expuestos del plano secuencia de unen en una misma cinta: el uso de la subjetividad para acelerar la introducción del universo fílmico, la potenciación de la acción, la familiaridad del espectador con la trama y la explicación de la psicología de su protagonista, Michael Keaton, quien está poseído por la ansiedad y el nerviosismo, dos emociones que se explican mucho mejor con este recurso del plano secuencia.