Alguna vez (tú, sí, tú) has sentido vergüenza por apreciar algo que o bien no gustaba a todo el mundo o a conciencia sabías que no estaba bien. Un chiste de humor negro, una canción con una letra desastrosa que no podías dejar de bailar o una película tremendamente mala que disfrutas como un niño chico. Lo que llamamos placeres culposos; aquellos que disfrutamos en silencio, alentamos en secreto.
Quien por poco me conozca sabe que soy un consumidor fiel y obseso de la serie B, especialmente de la estadounidense de los ’70 y ’80. Y comienzo a creer que esta pasión por estos títulos si bien no ha desvirtuado mi objetividad, sí ha transformado mi perspectiva sobre qué es una película buena o mala. No deja de existir una cierta prepotencia inconsciente cuando al salir de una sala o apagar la caja tonta exclamamos: «¡Vaya basura!». Más presente en espectadores estándar que en el amante del celuloide, aunque hay de todo. Relacionamos nuestros gustos con la calidad de la cinta. Si no nos ha gustado, es una mierda. Hala. Fin de la cita.
Y aunque suene un tanto elitista, sí, damas y caballeros, para hablar de cine en profundidad hay que saber un poco del séptimo arte. Porque a mí no se me ocurriría comentar un partido de fútbol sin siquiera saber qué es un fuera de juego.
Al conocer detalles de cómo se rueda una película o de cómo se prepara una actriz su personaje estamos más cerca de cualquier cinta, somos más justos en la crítica que vertemos sobre ella.
Existen dos tipos de placeres culposos: el de la película mala y el de la película de bajo presupuesto (que a nivel técnico, ya por su naturaleza, no va a ser muy rica). Y pese a que mi lista sobre estas pequeñas joyas manchadas de barro es kilométrica, escogeré dos títulos.
Maximum Overdrive (Stephen King, 1986) como película mala por antonomasia. Primer y último film dirigido por Stephen King. Nada más que añadir. Sin sentido, llena de diálogos horribles, una fotografía perezosa, unas interpretaciones sobreactuadas o hieráticas (según el momento) y su destacable esencia: un exceso descontrolado en sí mismo. Pero pese a todo, es tremendamente divertida. Está repleta de acción, de una banda sonora alucinante compuesta por AC/DC (has leído bien, riffs de guitarra marcaban cada muerte) y momentos memorables como la explosión de la gasolinera o la máquina de refrescos asesina. Sucede un fenómeno tremendamente similar al de The Room (Tommy Wiseau, 2003) y es que el hecho de apreciar que la película está mal dirigida y escrita es exactamente lo que atrae y entretiene en ella. Lo bueno gusta, lo cutre encanta.
Halloween (John Carpenter, 1978) como película de bajo presupuesto. Trescientos mil dólares americanos de presupuesto. No solo reinventa el género del horror, sino que inicia la corriente más explotada durante los siguientes treinta años: el slasher (algún día hablaremos con otro Martini en profundidad de esto). La banda sonora está compuesta por el propio Carpenter y la máscara del asesino no es más que una del Capitán Kirk, comprada en una tienda de disfraces y borrada con lejía. Ese hacer virgerías con un presupuesto, de que los efectos especiales sean tan sencillos y parezcan tan al alcance de cualquiera, insuflan la autoestima de cualquier protocineasta a hacerse con una cámara, reunir a unos amigos y rodar cualquier cosa. La película casi se puede tocar con los dedos de lo transparente y real en ella. Provoca la falsa sensación de que cualquiera podría rodarla contando con dos o tres elementos básicos de producción.
Podemos concluir, pues, que cualquiera de nosotros tiene un placer culposo (o varios) en la vida. Y la vida comprende el cine, así que hay pequeñas joyas de barro que ocupan un lugar especial en nuestro corazón. Son malas, los guiones son cutres, se nota el bajo presupuesto a kilómetros o simplemente nos maravillan, nos reumeven las entrañas por razones ajenas a nosotros.
Y de eso se trata: no de ser esos dogmáticos del criterio, alzados en una torre de marfil con una corona, que dicen «esta sí es buena, te tiene que gustar; esta no es buena, no te puede gustar», sino de gozar con pequeños detalles cualquier tipo de contenido, desde el puramente artístico hasta el simple entretenimiento. Al fin y al cabo, todo es cuestión de aprender y disfrutar con las películas. No hay más historias.
Bueno sí las hay. Y están ahí fuera, esperando a ser vistas o rodadas.