La invasión de los ricos moralizantes

Es habitual en la temporada de premios que los actores galardonados hagan uso abusivo del foco mediático para tratar de meternos a presión sus monsergas políticas. No tengo nada en contra de que las personas de cualquier profesión se signifiquen políticamente, sin embargo, hay un leve hedor en el discurso de estos intérpretes que me incomoda.

No creo que sea demasiado controversial afirmar a estas alturas que Hollywood es una de las cunas mundiales de la hipocresía. Todos los años las extraordinariamente ricas celebridades norteamericanas se erigen de forma desinteresada en paladines de un sinfín de causas justas. Para buena parte de este gremio parece no haber nada más importante que demostrarnos día a día que más progresistas y buenos que ellos no los hay.

A pesar de estar disimulado bajo una capa socarrona, no puedo dejar de darle vueltas al esperpento de la situación. Estos tíos son ricachones elitistas que se autoproclaman guardianes de la moral. Ellos son los más justos, los más puros, los más respetuosos. Deben salir en la televisión de vez en cuando para enseñarnos a nosotros, los mortales, cómo debemos comportarnos. Utilizan los discursos de agradecimiento de las galas para dar verdaderos mítines políticos llenos de exaltación y posmodernismo. Los aplausos de sus congéneres y el reconocimiento general a la buena voluntad tras las monsergas casi siempre termina diluyendo la apabullante mediocridad argumental de estas soflamas infumables.

Todo el mundo tiene derecho a decir tonterías. Es más, debería ser un derecho humano. Sin embargo, es la prepotencia la que me irrita. Porque, asumidlo, las estrellas de cine norteamericanas son personas multimillonarias. Sus vidas no se parecen en nada a las nuestras, no digamos ya sus problemas. A pesar de que tengo grandes discrepancias con el discurso que ha adoptado la izquierda moderna estadounidense, no tengo especial problema en que los artistas se signifiquen a favor de esta causa o aquella.

Sin embargo, no deja de tener guasa que sea un puñado de millonarios con mansiones y aviones privados (de esos que contaminan tanto, sí, pero es que el cambio climático solo se nos aplica a los pobres) los que vengan a decirnos qué es justo y qué es injusto. Si algo hemos aprendido de Parásitos (y que las celebridades parecen no haber entendido) es que ser moralmente puro en la casa de la gominola de la calle de la piruleta también es un privilegio de clase.

Y no es que no concuerde con la idea general de algunos de estos discursos. De hecho ese es el problema, que son discursos tan simples que es imposible no concordar con la mayoría de ellos. Un exponente de bienquedismo hipócrita que el actor de turno escupe con su mejor cara de estupor circunstancial para acaparar las portadas del día siguiente. Porque, ¿quién no va a estar de acuerdo con que hay que cuidar el planeta? ¿O con que las guerras son malas? Sin embargo, en la gran mayoría de casos esta preocupación política es pura fachada. A la hora de demostrar una verdadera voluntad de cambio estructural, son los menos los que se atreven a significarse a favor de políticos como Bernie Sanders. Y son los más los que se terminan inclinando por una opción cómoda y moderada como Hillary Clinton.

Desde luego, yo también sería enormemente amable si fuera rico.