La hija eterna

‘La hija eterna’, el fantasma que habita en mí

Título original: The Eternal Daughter

Año: 2022

País: Reino Unido

Dirección: Joanna Hogg

Guion: Joanna Hogg

Fotografía: Ed Rutherford

Reparto: Tilda Swinton, Joseph Mydell, Carly-Sophia Davies, Crispin Buxton, Louis

Productora: BBC Film, JWH Films, A24, Element Pictures, Sikelia Productions

Género: Drama, Intriga

Ficha en Filmaffinity

En la primera escena de La hija eterna, nuestra protagonista por partida doble conversa con el taxista que las lleva a ella y a su madre a un hotel en mitad del campo dónde van a pasar los próximos días. En dicha charla, el conductor cuenta una anécdota sobre apariciones fantasmales. Y es aquí dónde Joanna Hogg, directora y guionista de la cinta, nos lanza la primera pista (que a su vez es una trampa) sobre el fondo y la forma de lo que supone su sexto largometraje.

La directora londinense parece haber encontrado su particular terreno de explotación artística. Tras el díptico compuesto por The Souvenir (2019) y The Souvenir. Part II (2021) y que la dieron a conocer de manera más internacional, vuelve a retomar en cierta manera su alter ego en la ficción (Julie Hart) para volver sobre los tropos de la metacinematografía y explorar temas como la memoria, las relaciones maternofiliales, la culpa o, claro está, el cine como precepto moral y estético. Como arte terapéutico para nuestros traumas latentes.

Para dicho estudio, quién mejor que esa actriz siempre eficaz, magnética e incombustible como la omnipresente Tilda Swinton. Una vez más cargando el peso de la narración, esta se desdobla en cuerpo y alma en una mujer cineasta y en su «enigmática» madre que retornan a la casa familiar de la última, un antiguo caserón de angostos pasillos y chirriantes puertas, ahora reconvertido en hotel rural con amplios jardines bañados por una bruma literal y metafórica.

La hija eterna
Tilda Swinton en la ‘La hija eterna’ (Foto: Elastica Films)

Porque, en efecto, esta película se presenta ante nosotros como un supuesto puzle que va descubriendo sus propias piezas (que no soluciones) a medida que avanza el relato. Anclada en muchos códigos del slow cinema, Hogg pretende ligar el género gótico de fantasmas clásico con el drama intimista. Aquí no hay sustos. Solo la angustia y el pesar existencial representados a través de las sombras fugaces, los extraños ruidos a medianoche y una sosegada presencia en la ventana.

La hija eterna, sin embargo, no acaba nunca de equilibrar la sobresaliente voluntad estilística de su directora con la historia de esta hija en la búsqueda constante de conexión y comprensión con su madre. La repetición de situaciones y conversaciones unida a una puesta en escena rigurosa se ve, en parte, manchada por aditivos de suspense. Ya sea en forma de recepcionistas de mal café, novios misteriosos o primos de esos que no apetece mucho ver.

Aun así, y avanzando a tientas en varios aspectos, la directora consigue asentar sus referentes (Yasujirō Ozu resuena todo el rato) para crear una obra que prima el estado de ánimo (una mezcla entre la melancolía otoñal, la intranquilidad menos apremiante y el disfrute de las escasas notas de humor) sobre el devenir narrativo. Fabricando así una especie de espejo distorsionado en el que poder dar salida a asuntos que parecen aferrarnos a personas que siempre estarán ahí. Porque (y perdónenme pero es que me viene al pelo) ya lo escribieron los hermanos Nolan en Interstellar (2014): «Una vez eres padre, te conviertes en el fantasma del futuro de tus hijos».

Lo mejor: Un detalle tan mundano como coherente y es que el perro tenga su crédito como actor al final

Lo peor: Que Hogg no se entregue por completo al slow cinema más radical y exigente.

Nota: 7/10