Frío ubicuo en La Habana. Por fin uno ve ligeros abrigos en esta latitud caribeña. Aunque parezca imposible, aquí también es diciembre. La ocasión es ideal, pues uno se dirige al cine Yara a ver la nueva y gélida película de Ryusuke Hamaguchi, El mal no existe, Evil does not exist. A las salas españolas no llegará hasta el 1 de mayo de 2024, y tenemos el privilegio de poder ver la cinta que se ha llevado el Gran Premio del Jurado en el festival de Venecia.
El director de la celebradísima Drive my car (2021), que se llevó multitud de premios incluido el Óscar a la película extranjera, vuelve a las andadas con la responsabilidad de mantener el listón bien alto tras tamaño éxito. Para los que no nos convenció aquel film basado en relatos del escritor Haruki Murakami, esta visualización es un examen para sopesar la valía del director de 44 años nacido en Kawasaki (Prefectura de Kanagawa). Había brotes verdes en Drive my car, y algunos grandes aciertos, pero la película perdía por momentos la consistencia narrativa.
El mal no existe comienza con unos muy interesantes títulos de crédito, que son sencillamente un larguísimo travelling en plano nadir, desde el suelo mirando hacia arriba, por dentro de un bosque invernal. Vemos durante más de tres minutos la cámara avanzar enfocando un bello cielo azul, recortado por las ramas peladas de los pinos y demás árboles. A estas imágenes se intercalan los nombres de quienes han realizado la película y en vez de tener la típica jerarquía vertical, los diversos cargos están repartidos de todas las maneras, incluso cuesta ver en el último intervalo el nombre del director, rodeado de otros nombres de menor importancia.
Después de esto, una vez bien captada nuestra atención, comienzan exquisitos planos del paisaje natural y nevado, nos va mostrando habitantes de los bosques, el leñador protagonista de la película y su hija, presenta un manantial y estos campesinos ataviados con anoraks recogiendo, silenciosos, agua de él, los inmensos picos nevados al fondo. Las bellas imágenes son acompañadas de una música brillante, que es de los mejores puntos de la película, una banda sonora minimalista que recuerda al compositor contemporáneo Max Ritcher (The Leftovers, The Arrival).
Luego la película desarrolla una trama que discurre extraña, ya que la focalización de la acción es cambiante. Al principio parece una película de tinte ecologista y espiritual entre el hombre y la naturaleza, al más puro estilo Dersu Uzala (1975). El tono es contemplativo por esos parajes de ensueño, la película respira lento. Pero inmediatamente nos vemos en una trama moderna porque en aquel pueblo idílico unos empresarios de Tokio quieren instalar un camping para turistas de altas esferas (glamping).
Destaca aquí el choque entre la quietud y sencillez del pueblo con las enrevesadas tecnologías y actitudes sociales de los urbanitas. Incluso parece que se cae en el dramatismo excesivo de que los que vienen de fuera son malos y estúpidos y los del pueblo gente de bien. Pero no es sino una trampa, ya que Hamaguchi amaga con una película sencilla y nada está más lejos de sus maquiavélicos planes.
Los enviados a dialogar con el pueblo por parte de la empresa de la capital, regresan para informar a su jefe y la acción ahora cae en ellos y conocemos sus vidas y conflictos personales. Aquí todo empieza a cambiar, y la instalación de una fosa séptica para este proyecto de gampling es el eje de la disputa. Los enviados de la empresa se posicionan poco a poco junto con los habitantes del pueblo y vuelven para mostrar cercanía.
Ahí la película pierde la linealidad e incluso la lógica. Ocurre algo muy fuerte que no podía preverse de ninguna manera verosímil y la película tiene un final abrupto y extraño, que es difícil de entender. Es tétrico, intrigante y te deja con un intenso runrún.
Todos los espectadores salen de la sala del bella y grande cine Yara, situado en La Rampa, uno de los puntos calientes de la ciudad, junto a la heladería Coppelia y el hotel Habana Libre. Es un cine construido en 1947 que se mantiene casi igual que en su origen, pareciera que uno es Marty Mcfly y ahora va a tener que arreglar el conflicto entre sus jóvenes padres. Pero en vez de ello, en la fachada del cine, bajo esas luces mágicas que solo dan los carteles de un cine, se escuchan airadas conversaciones de jóvenes cubanos discutiendo qué diablos era ese final. “¿Pero el tipo ese pa qué fue palla al final?”, “asere la película está de madre pero yo no entendí ná”.
Es una película muy interesante esta nueva obra de Hamaguchi, de las que, como suele decirse, no dejan indiferente. Y aunque en algunos momentos parece caer en ciertas facilidades o tópicos, uno acaba con la sensación de que el director nipón tenía muy medido todo y te ha llevado por donde ha querido, y que finalmente te ha dejado tirado en una cuneta pensando en lo que has visto o lo que no has visto. Pues la película se llama Evil does not exist, pero en este final has asistido a algo muy inquietante y que ha ocurrido de manera precipitada en los últimos minutos del metraje.
Una apuesta arriesgada y en muchos sentidos brillante. También uno vuelve a casa paseando por este extraño frío en las largas calles de la capital cubana y va envuelto en esa atmósfera genial que Hamaguchi ha creado para esta película. La excepcional banda sonora sigue resonando en el inconsciente y esa infinita nieve, los claros en el bosque, los lagos helados y el monte Fuji de fondo, todo eso sigue brillando en nuestro interior. Una cinta inclasificable, que ni siquiera sabes si te ha gustado o no, pero a la que no le falta ni un ápice de interés y que está tan abierta como para que algunos la repudien por no haberle podido dar un significado lineal y otros la ensalcen por su misticismo y su discurrir exquisito.