Título original: The Suicide Squad
Año: 2021
Duración: 132 min
País: Estados Unidos
Dirección: James Gunn
Guion: James Gunn
Música: John Murphy
Fotografía: Henry Braham
Reparto: Margot Robbie, Idris Elba, Viola Davis, David Dastmalchian, John Cena, Jai Courtney, Joaquín Cosío, Nathan Fillion, Joel Kinnaman, Mayling Ng, Flula Borg, Sean Gunn, Juan Diego Botto
Productora: Warner Bros., Atlas Entertainment, DC Comics, DC Entertainment
Género: Fantástico. Acción. Thriller
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Poca gente quedó contenta con el primer Escuadrón Suicida (2016) de David Ayer. La primera llegada a la gran pantalla del equipo bastardo de DC no pudo ser más accidentada. Nos encontramos ante una historia demasiado lastrada por el universo con el que le tocaba convivir y por una línea editorial que debía mantenerse intacta por el bien de la coherencia. Parece, de hecho, como si el cine de superhéroes estuviera destinado a combatir eternamente en este pulso entre lo coherente y lo autoral. Queremos novedad siempre y cuando se responsabilice de todas aquellas películas que tiene tras de sí.
Quizás por este motivo la noticia de una actualización de el Escuadrón Suicida de la mano de James Gunn resultaba tan esperanzadora. Al fin y al cabo no fueron pocos los alagos a Guardianes de la Galaxia (2014) y al soplo de aire fresco que simbolizó para una Marvel que ya había cimentado con consistencia su universo cinematográfico. Creíamos en el milagro. Creíamos que podríamos encontrar en esta reescritura una respuesta contundente a la versión de Ayer, aquella que intentó encontrar la irreverencia de sus personajes en una paleta de colores cantona. Pero El Escuadrón Suicida no es una respuesta contundente a Escuadrón Suicida, es una bofetada.
Gunn coreografía el caos de la única forma posible: desde la total despreocupación. Su última película (muy probablemente su opera magna, su fantasía húmeda) es la ejemplificación perfecta de las maravillas que puede traer consigo una carta blanca, de lo necesario que es que las mastodónticas empresas de entretenimiento echen la vista a un lado de vez en cuando. Esto va más allá de que El Escuadrón Suicida sea un visceral, sangriento y sobre todo adrenalínico festival de violencia. Esto va más allá de que su guion parezca escrito por el más lunático y obsesivo de los asistentes al festival de Sitges. Esto tiene que ver, sobre todo, con entender que la supervivencia del género tiene que pasar sí o sí por una aceptación de la independencia del autor. El Escuadrón Suicida brilla porque no la vemos desde la mirada de DC (que también), sino desde la de James Gunn.
La cinta rezuma originalidad al igual que exceso de cariño por la fuente original. Ocurre aquí lo mismo que ya vivimos cuando nos topamos con la violenta falta de censura de Deadpool o con el apabullante apartado artístico de Spider-man: Un Nuevo Universo. Con la única diferencia de que en este caso no se está escribiendo entre paréntesis. Gunn no rehuye los personajes que ya fueron adheridos al universo DC (aunque lo hicieran de forma apresurada y chapucera), sino todo lo contrario. Toma los mandos de un tren apunto de descarrilar y utiliza ese accidente sin precedentes como su escenario principal. La propia secuencia inicial (tranquilidad, cero spoilers) ya es una declaración de intenciones que parece exclamar, con toda la seguridad del mundo, «déjame el mando a mí, que yo sé cómo se hace».
Es gratificante encontrar sinergias con el cine de Edgar Wright. Ya sea por su forma de trasladar el lenguaje del cómic al espacio cinematográfico a lo Scott Pilgrim (el uso de la tipografía intradiegética en la película es fascinante) o por su irreverencia cómica a lo Hot Fuzz. De esta última, y de la triología del Cornetto en general, se rescata la idea de una violencia articulada desde el patetismo. Un patetismo entendido desde la vertiente de lo patético (lo ridícilo, lo autoconsciente) y del pathos (lo hiperbólico, lo excesivo, lo emotivo). El carisma del El Escuadrón Suicida se encuentra ahora, por lo tanto, en lo crepuscular.
Gunn recupera el prolífico debate de Alan Moore, volviendo a poner el foco en cómo debemos afrontar la decadencia de aquello que creíamos perfecto, la desmitficación del mito, al fin y al cabo. La maestría del director se encuentra aquí en cómo decide enfrentarnos a este conflicto moral, en ocasiones tratado de forma apabullantemente solemne desde la teología y el existencialismo, desde el lenguaje del peplum.
Gunn rompe con cualquier atisbo de condescendencia y anula el prejuicio de que el cine del espectáculo anula automáticamente la existencia del subtexto. Se genera sin duda una respuesta a ese cine de Zack Snyder que parece buscar la madurez del género en lo oscuro y la sobriedad. El cine «adulto» (perdón por esta etiqueta horrible) puede y debe ser divertido (perdón también por tener que aclarar esta obviedad). No podemos enfrentarnos a un cine de superhéroes crepuscular sin abrazar su lado luminoso.
Si hace unos pocos días Gunn describía a Guardianes de la Galaxia como «una fábula«, está claro que ha depositado en El Escuadrón Suicida una representación de la violencia que había reprimido durante su estancia en Disney. Explota aquí su lado más tarantiniano, donde la sangre invoca a lo festivo pero también a lo crítico (no son pocas las pullitas, aunque a veces se hagan desde el cliché, a la toxicidad del comportamiento neocolonialista estadounidense). Pero en este punto medio se sitúa lo humano, quizás lo más remarcable de lo último del universo DC.
Esto ya no va solamente de un cast diseñado con una precisión milimétrica (la elección de John Cena como Peacemaker es chef kiss de la ironía). Esto va sobre el nivel de atención al detalle a la hora de contruir un grupo de personajes que dialogan constantemente entre ellos, cuyas sinergias y disonancias hacen avanzar la película de forma más orgánica que el propio conflicto al que se enfrentan.
Ponerme a destacar las virtudes de cada uno de los protagonistas del filme sería un proceso interminable (y difícilmente carente de spoilers). Al igual que tampoco quiero indagar demasiado en la maestría con la que los antagonistas parecen deambular entre el terreno de los dictadores predeterminados al de las criaturas lovecraftianas propias de la cultura kaiju. Porque lo que verdaderamente importa es cómo esta precisión narrativa desemboca en algo que parecía imposible encontrar en este conjunto: pura emoción.
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Lo mejor: Comprobar que la autoconsciencia en el género requiere de la más festiva despreocupación
Lo peor: Que esto acabe convirtiéndose en un paréntesis más
Nota: 9/10