Otra noche más pasa. He decidido que una vez cada dos semanas me tomaré un respiro (y un Martini) en el bar del hotel Overlook, servido y acompañado por su camarero Lloyd. Es la segunda vez que vengo, así que no sé si me recordará. Aunque no parece que el lugar sea asiduamente visitado.
Nada más cruzar el umbral de la entrada, su rasgada voz me sorprende. «Buenas noches, caballero. ¿Otro Martini?». «Si no es molestia», respondo mientras me siento en la barra. Me sirve la copa y mientras maldigo mi falta de creatividad, él limpia unos vasos. A Lloyd se le resbala uno de ellos de las manos y al apretarlo con fuerza para atraparlo en el aire, éste estalla y se le clava en las palmas. Me sobresalto e intento ayudarlo, mientras sangra con los cristales incrustados. «Me retiro a curarme. No se preocupe, disfrute de la copa».
¿Cristales incrustados en la piel? ¿Sangre a borbotones? Me recuerda a una escena de Jungla de Cristal.
Con el título original Die Hard (Duro de matar) y con una historia basada en la novela «Nothing Lasts Forever» de Roderick Thorp, Jungla de Cristal nacía en 1988 como la secuela fallida de Comando. Con un actor desconocido en la pantalla grande como héroe americano (Bruce Willis) y con un Alan Rickman absolutamente impresionante en su primera gran película (como lo lees, primera gran película a los 42 años), Die Hard fue un hito en las películas de acción de la ya moribunda década de los ’80. Revitalizó la estructuración y situación de la trama, introdujo una inyección de realidad al género y lanzó al estrellato a gran parte del reparto de la película.
En Jungla de Cristal los enemigos no son de cartón-pluma, sino que muy probablemente son más fuertes que tú. Por eso los doce terroristas del edificio suponen doce escalones de interminable escalera hasta Hans Gruber. No es sencillo acabar con ellos: van armados, son profesionales y tienen un plan perfectamente elaborado. No son hordas interminables de vietnamitas como en Rambo o no se arregla todo con un misil Stinger como en Comando. John McClane se queda constantemente sin munición, es sorprendido cuando cree tenerlo todo bajo control y lo más importante: el plan maestro de Gruber le engaña como al resto de policías y rehenes.
Die Hard es la clásica película que si estás haciendo zapping en la televisión, paras de buscar algo más que ver: te quedas enganchado a ella. Esté en el minuto en el que esté. Y no solo eso, sino que te aprendes los diálogos de memoria y esperas a que los segundos caigan para los grandes momentos: la llegada de Hans al Nakatomi Plaza, el salto desde el helipuerto mientras estalla la azotea o el duelo final.
El trasfondo de la historia es engañoso por el efecto de los clichés de su género. Crees que Bruce Willis es un héroe que pretende salvar el día y nada más lejos de la realidad: él está ahí para salvar a Holly (su esposa) y decirle lo muy tozudo que es y lo mucho que la quiere. Punto. No hay más. McClane cree en la justicia como policía que es, pero no deja de nombrar a Al Powell el enorme error que cometió.
Su secuela directa (La Jungla: Alerta Roja) es una divertida pero insuficiente continuación. Toma los elementos principales de la primera entrega (McClane atrapado en un lugar, Holly en apuros y un plot twist inesperado) se repiten, pero sin demasiada gloria. Es como cuando tu madre te da una receta: por mucho que la sigas paso a paso meticulosamente, el potaje nunca te va a salir como el de ella. Asúmelo.
Cuando la saga parecía avocada al olvido, como tantas otras coetáneas, John McTiernan, director de la primera película, vuelve en 1995 con Die Hard With a Vengeance (Jungla de Cristal: La Venganza), que, desde mi humilde opinión, está a la altura de la primera, ni más ni menos. El difícil desafío era alcanzar a Die Hard, no superarla, y McTiernan sobrevuela por encima del límite de forma entretenida, cómica y natural. Razones como el McClane más humano de la saga (la trama comienza presentándonos a un policía retirado del cuerpo, depresivo y con una resaca de caballo), un Samuel L. Jackson al más puro estilo sidekick, una historia original alucinante (un hombre que juega al «Simón dice» por las cabinas telefónicas de Nueva York, explotando bombas a lo largo de la ciudad) y un ritmo que es superior a su original. Sí, lo que has leído. El ritmo ponderado, frenético, infartado e ininterrumpido la alza como la mejor estructurada de la saga. Jeremy Irons, un actor británico clásico de teatro, interpretando al villano más macabro, retorcido y perfeccionista de la serie, en su aventura por vengarse de McClane por un evento del pasado… aunque ese no es su único objetivo en la ciudad en la que se encuentra la mayor reserva federal de oro de EEUU. Recordemos que en Jungla de Cristal nada es lo que parece.
¿Qué? ¿La 4 y la 5? Si esas nunca se hicieron, hombre, ja ja ja. ¿No se hicieron, verdad? ¿Fue una pesadilla, no?
Lloyd no ha vuelto todavía. Debe estar entretenido arrancando esquirlas de la palma de sus manos. Le dejo el billete de cinco euros sobre la barra. Ya me despediré como es debido dentro de dos semanas, cuando vuelva. Yippee ki yay.