Martini con Liria (XIV): Ese narrador llamado cámara

Los medios, a lo largo del tiempo, han ido variando y evolucionando en función de las necesidades de la sociedad y los avances tecnológicos. Pasamos del juglar, a la prensa escrita, que añadió la ventaja de la imperdurabilidad (se podía releer y parar en la noticia tantas veces como se quisiera). El siguiente paso fue la radio, con su característica del sonido. Siempre que se poseyera un dispositivo, era posible sintonizar la antena deseada. Y, antes del gran invento de Internet, llegó la imagen.

Todo implosionó. La gente asistía a una sala de cine y cuando veía a un tren aproximarse hacia ellos en la pantalla, huían despavoridos. No estaban preparados para tal avance porque no habían experimentado la ficción de una manera tan incursiva hasta la fecha.

Los primeros años potenciaron al máximo, dada la falta de equipos de grabación de sonido, la característica del cine: la imagen. Todo lo que se mostraba debía ser entendido por el espectador y como último recurso, sólo se podían usar cartelas con mensajes aclaratorios (como recordamos en las películas mudas de Chaplin).

En los estrenos más recientes parece haberse perdido la cualidad de la imagen. Se difumina en diálogos insulsos, efectos digitales excesivos, interpretaciones exageradas… Una falsa espectacularidad. La cámara ha perdido su lugar. Se sacrifica el poder de la imagen como narrador visual (que es el principal valor del medio imagen) por sólo palabras.

La narración visual es un arte que pocos maestros son capaces de alcanzar con acierto. Requiere un conocimiento absoluto del funcionamiento de la cámara y de montaje. Podemos recordar al Scorsese de los ’70 y su Mean Streets (1973), con aquella secuencia en el bar, donde Harvey Keitel, Robert de Niro y otros se pelean con el dueño del local y sus empleados. Primero, la escena está perfectamente diseñada y es realista: la pelea es patética. Hombres tropezándose, golpes al aire, juego sucio… Ese caos y patetismo que quiere transmitir Scorsese lo potencia con una steady cam agresiva, desorientada, que no para de temblar y poco le importa un plano perfecto. Cuando termina el momento, estamos cansados y magullados. Pareciese como si la paliza la hubiéramos recibido nosotros.

El anterior es un ejemplo de narración visual que sirve como impulso para una idea preestablecida (la violencia y caos de la pelea en el billar). Pero demos el salto a uno más puro, más profundo. Y déjenme hacer trampa hablando de uno de los grandes maestros: John Ford.

The Searchers (1956) relata la historia de un vaquero (John Wayne) que, junto a su ayudante, cabalgan a través del Oeste americano en busca de su sobrina, que ha sido secuestrada por unos indios comanches. La historia reflexiona sobre la ruptura de la naturaleza (los indios) y la civilización (los vaqueros), la venganza, el sentido de la responsabilidad y, el más importante: la pertenencia a una familia, a un grupo social.

Exactamente en la última escena de la cinta, y sin ningún diálogo en ella, John Wayne llega con la niña, entregándola a su familia. La cámara se sitúa dentro de la casa. Travelling hacia atrás. La adolescente mira a sus parientes con cara de extrañeza. No los conoce; no conoce esa vida. Entran. Se convierten en sombras. El interior de la cabaña no tiene ninguna iluminación, es absoluta oscuridad. John Wayne sigue fuera, en el porche. De un lateral, aparece su ayudante y su pareja, dos jóvenes enamorados. Entran en la casa. El vaquero se limita a observarles. Sin dudar, da media vuelta, al desierto, y se marcha.

¿Qué significa esto? La cabaña, la familia, la pareja, simboliza la civilización, la vida estable. Él no entra en la casa porque no es su lugar, no es su mundo: su mundo está ahí fuera, en la luz, en el desierto, en la crudeza, en lo salvaje. John Ford nos lo relata todo con una secuencia de dos minutos en absoluto silencio. Habla a través de las imágenes. Narra con interpretaciones, gestos, colores. No le hace falta más.

 

Todos estos valores, inteligencia, conocimientos, de maestría de cámara ya no los vemos con tanta abundancia como solían en las carteleras en su mayoría, aunque siempre podemos añadir una lista infinita de excepciones: la escena del Velociraptor buscando a los niños en el laboratorio en Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), Butch descubriendo a Vincent en su apartamento en Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), cuando David Dunn despierta tras el accidente de tren del que es el único superviviente, mientras no puede separar la vista de la operación fallida enfrente suya en Unbreakable (M. Night Shyamalan, 2000), la violación de Natalia por parte de Sergio que es presenciada por el payaso triste en Balada Triste de Trompeta (Álex de la Iglesia, 2010).

Son pequeñas perlas, pequeñas obras maestras que son capaces de transmitir componiendo el plano. Como Velázquez capturaba el ambiente de la escena, como Stephen King cuando nos produce una descarga en la espina dorsal… Como cuando el cine es consciente de su potencial y lo explota hasta el éxtasis del alma humana.