La fórmula (económica) de la felicidad

La felicidad es una temática absolutamente recurrente cualesquiera que sea el género cinematográfico. Es además algo globalizado como veremos a continuación en tantísimas películas sobre la felicidad (económica).

Pues sí, hay quien considera que la felicidad no sólo es medible sino que debe ser el objetivo del gobierno. Se trataría de que el Estado garantizase el bienestar socioeconómico de sus ciudadanos, centrándose en hacerles felices…

Con lo difícil que les resulta ya medir el PIB y realizar proyecciones económicas y estimaciones sobre algo tan poco etéreo como es la producción de bienes y servicios… Incluso para organismos internacionales con enormes equipos técnicos y humanos de análisis económico. Así que lo de medir la felicidad se antoja más que complicado.

Nada de esto es de extrañar si recordamos que la economía es una ciencia social con errores de método y enfoques diferentes. Y además muy obsesionada con la cuantificación de todo fenómeno

La idea de la Felicidad Nacional Bruta

Y es que toda esta idea tuvo origen en el lejano y diminuto país de Bután. Su referencia económica y política principal es la Felicidad Nacional Bruta (FNB). Desde hace más de cuatro décadas obvian el indicador macroeconómico más común: el PIB (Producto Interior Bruto).

En este extracto del documental Bután: el camino medio a la felicidad (Tom Vendetti, 2007) queda más clara la idea que hay tras la FNB, explicada por el primer ministro del momento:

 

Hay que reconocer que es un proyecto muy bienintencionado. Es más que aceptable su enfoque humanista de considerar el progreso de una sociedad en base a valores más allá de los puramente economicistas o matemáticamente cuantificables, y más aún los materialistas.

El malogrado Irrfan Khan, junto con Nimrat Kaur y Nawazuddin Siddiqui, reflexiona y charla sobre la felicidad en la estupenda The Lunchbox (Ritesh Batra, 2013). Parecen estar de acuerdo en que a pesar de que «la economía de Bután esté hecha un desastre», es de apreciar que la gente por encima de todo sea feliz.

 

Hasta la propia ONU ya elabora un Índice para medirla y celebra el día 20 de Marzo de cada año ese socorrido día mundial de algo: “día mundial de la felicidad” en este caso.

No menos curiosos son otros índices como el elaborado por la prestigiosa publicación The Economist a base de precios internacionales de las hamburguesas, el índice BigMac. Una muestra más del afán cuantificable de los economistas.

Un claro ejemplo cinematográfico de la visión de la felicidad nos la demuestra Brad Pitt en muchas de sus aventuras. Sobre todo en su transición espiritual y personal partiendo desde el individualismo y egocentrismo en la fabulosa biografía del famoso alpinista de Siete años en el Tíbet (Jean-Jacques Arnaud, 1997).

Brad Pitt gracias a su travesía por el Tíbet encuentra una concepción de la felicidad diferente a la de los valores occidentales de «su Austria natal» de los años 1940: el éxito, el individualismo y la ambición por encima de todo y todos. Sus logros y éxitos personales no valen para sus nuevos conocidos tibetanos, que restan importancia a la vanidad y el narcisismo «de los occidentales». Nuevamente esa otra manera alternativa de medir y considerar la prosperidad y el progreso de un país y sus ciudadanos.

 

Pero ese pensamiento no es algo exclusivo de los budistas ni la filosofía oriental. El cine (cómo no, y como siempre) está plagado de ejemplos en los que los protagonistas buscan esa felicidad inmaterial o alejada de todo consumismo innecesario.

Brad Pitt, de nuevo, en El club de la lucha (David Fincher, 1999) y en la surrealista Doce monos (Terry Gilliam, 1995) aparece como un ferviente detractor de la publicidad, el materialismo y su estilo de vida. Ve felicidad en otras cosas, aunque tampoco es cuestión de que sea desahogándose a porrazo limpio ni haciendo el loco…

El valor de las experiencias personales sin duda está muy por encima de los éxitos profesionales. Salvo que la vocación o los logros sean verdaderas aportaciones al progreso humano y bienestar social…Pongamos por caso a alguno de los protagonistas de películas donde el dinero y el éxito no aportan valor a su felicidad.

Que se lo digan al abuelo «cebolleta» de El abuelo que saltó por la ventana y se largó (Felix Herngren, 2013). Queda claro que ni un suculento botín de coronas suecas ni ciertos objetos históricos relevantes tienen el mínimo interés para él. O la magnífica historia del hoy omnipresente Brad Pitt, del menguado y creciente de El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher, 2008) donde su situación económica no es para nada lo prioritario y sí poder ser feliz. Similar al caso análogo de la inmortal Blake Lively en El secreto de Adaline (Lee Toland Krieger, 2015).

No caigamos tampoco en la trampa del marketing del ‘coaching’ y la autoyuda con razonamientos del tipo «reinventarse, reilusionarse, reencontrarse, reciclarse» y similares. 

No se trata de ponernos a devorar el cine de Frank Capra u otras cintas de marcado carácter optimista y de superación personal que pueden banalizar un poco el fondo de la cuestión. Sin embargo, sí es cierto que algunas de ellas pueden sernos de utilidad para lo que nos ocupa. Comedias como El secreto de Walter Mitty (Ben Stiller, 2013) o Héctor y el secreto la felicidad (Peter Chelsom, 2014) nos enseñan lo que supone salir de la tediosa rutina llamada «zona de confort» para encontrar esa fórmula para ser feliz.

Pensándolo bien, todo lo que tenemos aquí son los conocidos como «problemas del primer mundo». Tanta seguridad económica y social conlleva a obsesionarse por una supuesta infelicidad o más bien por una felicidad mal comprendida.

Menos cómicas, intencionalmente inspiradoras y finalmente crudas son Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007) o Captain Fantastic (Matt Ross, 2016). En ellas los respectivos protagonistas Emile Hirsch y Viggo Mortensen, se dan de bruces con una realidad diferente a la esperada. Pocas cosas concuerdan con su idealismo exacerbado basado en utopías contrarias a lo socialmente establecido.

 

La felicidad nórdica

Sea como fuere, utilicemos mediciones como el PIB, la FNB o el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de la ONU, los países nórdicos o escandinavos ocupan siempre las primeras posiciones. Sobre todo en lo que refiere a los términos de la felicidad.

Algo que inicialmente no debe sorprender ya que siempre han sido el paradigma de la felicidad, el bienestar social y la economía de vanguardia en lo laboral y social. Por ese motivo muchos aspiran a ser la “Dinamarca del Sur”, o “la Noruega de América Latina” y cosas por el estilo…

Su progreso económico y el avance en lo social les sitúa siempre como referente para el resto (de occidentales, y europeos básicamente) en adopción de políticas similares. Eso que algunos llaman ‘benchmarking‘ y que no es otra cosa que copiar ideas o prácticas de los considerados como mejores o líderes en algo. Pero lógicamente tampoco es oro todo lo que reluce. Las sociedades del norte de Europa están lejos de ser perfectas, idílicas y ser un oasis de felicidad.

Basta ver la serie Borgen (Adam Price, 2010) para darse cuenta de que el centrismo y la moderación política de la protagonista (Sidse Babett Knudsen) es una virtud que necesitan ensalzar. La corrupción y las malas prácticas también son frecuentes por aquellas idealizadas latitudes.

La teoría sueca del amor (Erik Gandini, 2015) es un documental que retrata algunas carencias de este paraíso de la felicidad moderna. Una sociedad donde el hiperindividualismo ocasiona problemas de desconexión social, carácter huraño y potencia la soledad. Y hasta tasas preocupantes de suicidio y desapariciones.

 

Esas temáticas de suicidio y alcoholismo aparecen en las respectivas películas de uno de los actores de moda, el danés Mads Mikkelsen: Wilbur se quiere suicidar (Lone Scherfig, 2002) y Otra ronda (Druk) (Thomas Vinterberg, 2020). En esta última queda una vez más de manifiesto lo complicado que resulta cuantificar y elaborar estudios rigurosos.

En la producción noruega Headhunters (Morten Tyldum, 2011) tenemos a un protagonista individualista y obsesionado con «problemas del primer mundo»: autorrealización y búsqueda de lo material hasta las últimas consecuencias. Todo por mantener un nivel de vida y un estatus económico que pueda contentar a una mujer que realmente no necesita tanto de eso, sino más afecto y cercanía…

En Fuerza mayor (Ruben Östlund, 2014) se retrata a un padre de familia sueco tan egoísta e individualista que incluso huye despavorido cuando avistan una lejana avalancha en unas vacaciones por los Alpes, olvidándose por completo de su familia. Evidentemente su mujer, se encargará de afearle ese gesto constantemente.

 

Un hombre llamado Ove (Hannes Holm, 2015) muestra a un jubilado sueco (Rolf Lassgard) cascarrabias y asocial, con un carácter algo cuadriculado que se relaciona de una manera peculiar con sus vecinos y allegados. Ídem en la finlandesa El gruñón (Dome Karukoski, 2014).

 

Tampoco es casualidad que el cine escandinavo esté especializado en crímenes, suspense y misterio del bueno: el ya famoso ‘nordic-noir‘. La saga Millenium (Niels Arden Oplev, 2009 y posteriores) que hizo célebre a Noomi Rapace, o la de Los casos del departamento Q (Mikkel Nørgaard, 2014 y posteriores) sin ir más lejos.

Una de las cosas que más inquieta es el hecho de que los noruegos tengan índices tan elevados de felicidad según los indicadores, pero vivan tan atormentados por las posibles catástrofes naturales que puedan sufrir. Por ello se han preocupado tanto en los últimos tiempos en desarrollar el género del cine catastrófico con muy buenos títulos como La ola (Bølgen) (Roar Uthaug, 2015), Terremoto (John Andreas Andersen, 2018) o El túnel (Pål Øie, 2019)…

 

Al propio Walter Mitty en uno de sus viajes por Islandia, le sorprende una de esas catástrofes naturales en forma de erupción volcánica. Bastante verosímil, algo que ya fue capaz en su momento de bloquear el tráfico aéreo internacional durante semanas.

La felicidad y el estilo de vida estadounidense

Una vez desmitificada la perfección nórdica, con sólo unos pocos ejemplos de su propia cinematografía, procede ver la cosmovisión de los propios estadounidenses en su cine.

Por lo general suelen ser susceptibles de críticas por esa difusión propagandística del estilo de vida americano (‘american way of life‘). Tan neoliberal en lo económico, y ese individualismo tan característico de los anglosajones que tanto disgusta a los sectores de la izquierda. Contrariamente a esa percepción, poseen muchos títulos que abordan reflexiones como la dicotomía trabajo y familia. O la problemática del equilibro entre la felicidad y el dinero.

El subgénero «familia versus trabajo» es un verdadero clásico cinematográfico. El prototipo de profesional de éxito que descuida su vida familiar y personal, y debe escoger en centrarse en una de las dos facetas es algo que inquieta a los estadounidenses, vista la cantidad de películas que versan sobre estos temas.

Sin extendernos demasiado, estaría ¿Qué fue de Brad? (Mike White, 2017) con Ben Stiller, otro habitual de esta temática. Aquí interpreta a un pobre atormentado al considerarse un fracasado por comparar su menor éxito profesional con el de sus amigos de universidad, obviando que su vida personal es más que posiblemente mucho mejor que la de aquellos.

El George Clooney de Up in the air (Jason Reitman, 2009) en ese papel de un ‘coach’ y consultor de RRHH que lleva una infeliz vida camuflada por múltiples viajes laborales con los que ocupar su tiempo y predicando ideas individualistas, es otro buen ejemplo.

Pero los ejemplos más evidentes son las comedias familiares con tintes melodramáticos y muy similares en cuanto a ese hilo argumental. Es el tema central en las Family man (Bret Ratner, 2000) con Nicolas Cage, Un hombre de familia (Mark Williams, 2016) con Gerard Butler, y The Company men (John Wells, 2010) con Tommy Lee Jones, Kevin Costner y Ben Affleck.

 

Hasta el propio Gordon Gekko (Michael Douglas) parece aflojar su forjado carácter de ‘yuppie’ agresivo y enternecerse en Wall Street II: El dinero nunca duerme (Oliver Stone, 2010) con su primer nieto por parte de su hija Carey Mulligan.

A fin de cuentas la felicidad es algo muy subjetivo, es una percepción (nórdica, butanesa, anglosajona o cualquier otra). De las reflexiones que podemos extraer del cine y de la vida en general, lejos de ser ambiguas son realistas. «El dinero no da la felicidad, pero puede ayudar a conseguirla». Aunque eso sí, para cada uno lo será en diferente proporción…

El no tener verdaderas preocupaciones provoca una hiperreflexividad improductiva: «los problemas del primer mundo». El último escalón de las necesidades y motivaciones personales: la autorrealización y la búsqueda de la felicidad como objetivo final. Olvidándonos de que «deberíamos centrarnos no tanto en la busca de la felicidad, como en la felicidad de buscarla». Interesante cita de Christopher Plummer en Héctor y el secreto de la felicidad.

Hay que ser práctico y aprender a valorar la vida sin ser drástico ni tener que viajar al Japón de El bosque de los sueños (Gus Van Sant, 2015) como le ocurre a Matthew McConaughey para valorar nuestras vidas.

 

No es necesario dejarlo todo para irse a Bután de mochilero. Ni ponerse en plan Robin Sharma en el libro ‘El monje que vendió su Ferrari’. Desde luego, al menos por ahora, tampoco me plantearía vivir en el paraíso nórdico…

Quedémonos a modo de conclusión con una de las siempre geniales aportaciones de Robin Williams en cualquiera de sus películas, tan melodramáticas o tan cómicas. Como lo fue su propia vida, para mayor ironía del destino. En este caso una sencilla pero excelente reflexión sobre la felicidad en Despertares (Penny Marshall, 1990):