Una economía verde cada vez más animada

Las películas de animación aportan interesantes reflexiones sobre el impacto medioambiental de la economía y la necesaria concienciación sobre temas ecológicos.

Es imposible obviar la realidad medioambiental, en evidente situación de riesgo, a la hora de hacer análisis económicos y repensar los modelos de producción y de consumo.

Independientemente de que estos días se celebren los Días Mundiales del Medio Ambiente o de la Biodiversidad, resulta de vital importancia que se trate esta realidad como algo cotidiano y prioritario.

La divulgación sobre la necesidad de encontrar un modelo económico más respetuoso con el medio ambiente no es reciente, ha venido sugiriéndose desde el plano académico y científico desde hace varias décadas. Y como no podía ser menos, el cine también ha aportado su granito de arena.

Uno de los precursores más conocidos a nivel mediático es el ex vicepresidente estadounidense Al Gore (1993-2001), que produjo y presentó las conocidas películas documentales de Una verdad incómoda (Davis Guggenheim, 2006) y su reciente continuación: Una verdad muy incómoda, ahora o nunca (Bonni Cohen, 2017). Ambas muy interesantes para profundizar de manera didáctica y muy gráfica sobre el calentamiento global, el efecto invernadero y sus consecuencias.

Pero merece la pena referirse a las numerosas propuestas que ha hecho la animación al respecto. Éstas son muy recomendables dado que son un recurso visual muy potente y las últimas producciones son sencillamente espectaculares. Lejos de ser un producto para el público infantil, aportan interesantes ideas y reflexiones.

Ni el respeto por el medio ambiente es cosa exclusiva de ‘hippies’ y ecologistas, ni las películas de animación van destinadas únicamente al espectador infantil. En ambos sentidos se dirige claramente a «todos los públicos».

La emotiva película de Wall-e (Andrew Stanton, 2008) nos sirve para reflexionar sobre los hábitos de consumo actuales y la necesidad de hacer un uso más responsable de los recursos. El simpático protagonista es un solitario robot que se dedica a limpiar la Tierra de todo tipo de basura y residuos procedentes de equipos electrónicos. En su mayoría desechados por los humanos a causa de la fatídica obsolescencia programada o la moda pasajera, más que por tratarse de objetos realmente inservibles.

 

Con un modelo donde la producción industrial es masiva y la rotación de los equipos electrónicos es altísima, el planeta recreado se convierte en un vertedero gigante en el que Wall-e dedica su día a día a almacenar desperdicios en bloques de paquetes.

Esa cultura del «usar y tirar», y la falta de una verdadera implantación de reciclaje y la recolección selectiva de residuos aboca a un modelo insostenible y altamente ineficiente. Nadie pone en duda ya que reciclar plástico,vidrio o cartón es respetuoso con el medio ambiente. Además desde el punto de vista económico, resulta lógico y más inteligente aprovechar adecuadamente los recursos ya que sabemos a ciencia cierta que no son infinitos ni mucho menos.

Esto sería el ciclo perfecto de la economía circular: evitar recurrir a la explotación continua de los recursos hasta su agotamiento. Deberíamos ser menos intensivos y aprovechar los recursos existentes y ya procesados para nuevos usos o ser nuevamente utilizados. Menos materia prima necesaria para la actividad productiva.

Wall-e nos enseña el camino: reciclar y dar nuevos usos a los productos y materiales existentes. Además nos hace plantearnos si la robotización extrema nos va a aportar más de lo que puede detraer al ser humano, al que se muestra como sedentario e inactivo ante la vida.

 

Los nuevos enfoques de la economía van más allá de la consideración del medio ambiente como un recurso productivo más. El respeto por el medio ambiente conlleva tener en cuenta las externalidades y los impactos ambientales que provoca nuestro estilo de vida y actividad productiva.

Una criatura muy concienciada con el respeto de la biodiversidad y que se encarga de hacer de guardia forestal es el protagonista de Lorax: en busca de la trúfula perdida (Chris Renaud, 2012). Intenta prevenir la deforestación y la agresión de los humanos en su bosque, repleto de vegetación y de una fauna colorista con simpáticos animales. Las trúfulas son unos árboles ficticios muy coloridos y muy codiciados. Su exotismo los convierte en una materia prima de primera calidad y muy útil para confeccionar todo tipo de textiles y productos. Por ese motivo Lorax intenta persuadir a los humanos para que su actividad productiva codiciosa no aboque a la extinción de esa fauna y la propia vegetación de trúfulas.

 

A consecuencia de esa inevitable deforestación, surgió la ciudad de Thneedsville (una especie de «Necesitolandia»), 100% artificial sin un centímetro de vegetación y próxima a este bosque. Al no haber vegetación (extinguidas las trúfulas), escasea por supuesto el oxígeno. Un oxígeno que es comercializado por el malvado empresario O’Hare que lo embotella para su enriquecimiento y aprovechando la coyuntura. La falta de aire limpio y descontaminado es uno de los desencadenantes de la trama. Y es que a costa del bienestar y el medio ambiente siempre hay quien se beneficia empresarialmente causando perjuicio al conjunto de la sociedad. Ya sea procesando las trúfulas, o con el aire purificado embotellado…

 

Otra consideración muy importante es la que se trae a colación en la película Rango (Gore Verbinski, 2011). La escasez de agua, el malgasto y despilfarro de este recurso esencial para la vida es la base del argumento. El agua es el recurso natural por excelencia.

Ambientado en un western con anacronismos, el camaleón Rango vive en una árida región cada vez más desértica a consecuencia del acaparamiento que hace un empresario ambicioso, que canaliza la escasa agua existente para sus fines empresariales. Una grandísima urbe enfocada al turismo de lujo, con campos de golf y zonas ajardinadas regadas con generosas cantidades de agua ante la atónita mirada de Rango.

Rango nos conciencia sobre el uso responsable del agua y su control como consumidores y como emprendedores. Siendo una obligación de todos, a nivel individual y colectivo.

Esta película sirve para poner de relieve el dilema de la sostenibilidad de ciertos proyectos empresariales, un buen debate y reflexión social. Máxime en un país como el nuestro donde hay un alto impacto medioambiental del turismo y la promoción inmobiliaria, sectores muy relevantes de nuestra economía.

 

Otro de los condicionantes del impacto medioambiental tiene que ver con la relación de los humanos con el hábitat circundante: los animales y la vegetación. En ocasiones la voracidad de nuestro sistema productivo nos lleva a no respetar el ecosistema invadiendo el hábitat de otras especies y tratándolas como pura mercancía para satisfacer nuestras necesidades.

En Vecinos invasores (Tim Johnson, 2006) el crecimiento exacerbado de la urbanización de espacios naturales trastoca la apacible vida de los animales de ese hábitat. La expansión de esos proyectos se hace en muchas ocasiones con una falta de criterio de sostenibilidad evidente y alterando los patrones de ese hábitat.

 

Es curiosa la escena en la que los atónitos animales protagonistas descubren que los humanos han desarrollado toda una ciudad en su hábitat. También se quedan sorprendidos de la particular cadena alimenticia humana, la cual cuestionan por poco lógica y poco natural al ser excesiva e irracional: «a los humanos, bastante les parece poco»…

 

En Norman del Norte (Tim Maltby, 2018) un oso polar reinvidicará la amenaza de «gentrificación» del Polo Norte en este caso, dado que un proyecto pretende convertirlo en un lugar de peregrinación turística expulsando a sus moradores originales. El modelo de turismo global y masivo también entraña un impacto muy grande no sólo para los habitantes urbanitas europeos que ven amenazada la vida de sus barrios modernos, sino también para los animales como hemos visto antes.

 

No debemos olvidar que la invasión del hábitat animal y el apoderamiento de la fauna animal pueden ser algunas de las causas principales por las cuales se propaguen enfermedades como la COVID-19, el SARS o el MERS. Todas ellas tienen origen animal como todo apunta, y sobre lo que ya nos referimos en el artículo sobre pandemias y crisis sanitarias. Vengan los virus del pangolín, del murciélago o del cerdo; parece que mercantilizar el medio ambiente y alterar sus patrones ha traído consecuencias desastrosas en uno u otro sentido. La propagación de virus y enfermedades tiene mucho que ver con el impacto medio ambiental que genera la actividad humana.

En el plano empresarial, ya no se trata de llevar a cabo acciones de lavado de imagen a nivel corporativo o institucional. La economía verde o el marketing ecológico trasciende a la RSC (responsabilidad social corporativa) con la que algunas empresas maquillaban el impacto derivado de su actividad industrial. Somos los propios consumidores los que reclamamos que sea así.

No es una moda exclusiva de instagrameros veganos ni de postureo ecologista, ni es ninguna casualidad el hecho de que los productos ecológicos hayan proliferado tanto en los últimos años en supermercados. La concienciación ecológica está arraigada en buena parte de los consumidores y ha llegado para quedarse, a lo que las empresas ya comienzan a dar respuesta. Es por ello que desde hace unos años es muy frecuente ver cómo en países nórdicos y de Europa Central los productos de alimentación se anuncian publicitariamente con el eslógan de ‘sin aceite de palma’ o los productos de limpieza ya ‘no contienen fosfatos’ y los cosméticos son ‘no testados en animales’…

Por suerte toda esta mentalización y concienciación evita que algunos hiperventilados tomen acciones más radicales que deriven en un activismo ecoterrorista como el que vemos en The East (Zal Batmanglij, 2013).

 

Ya en los años 1990 hubo importantes casos de demandas colectivas civiles contra grandes corporaciones estadounidenses, que agredían al medio ambiente y con ello causaban externalidades muy graves como enfermedades mortales derivadas de la contaminación de los espacios naturales o los acuíferos. Erin Brockovich (Steven Soderbergh, 2000) y Acción civil (Steven Zaillian, 1998) son ejemplos de casos reales llevados a la gran pantalla. Julia Roberts y John Travolta ayudaron a aumentar la comprensión sobre el problema de una actividad industrial sin control ni respeto medio ambiental.

 

Los retos para el respeto medioambiental son siempre los mismos: saber adaptarnos a las circunstancias y respetar el entorno para lograr un crecimiento y un progreso sostenible.

A pesar de que durante el gran confinamiento por la COVID-19 hemos reducido la huella de carbono al disminuir la actividad productiva y los transportes al mínimo, los nuevos usos y consumos que se nos imponen conllevarán más producción de plásticos y papeles no reutilizables con lo que es imprescindible que no descuidemos estos y otros aspectos…

Pero sobre todo, es muy importante que se considere la opinión de los expertos y de los científicos. Ya hemos visto que tanto en el cine como en la vida real, toda catástrofe viene precedida de advertencias desoídas de los entendidos en el tema. Ahí quedan las leyes de transición ecológica o los grandes pactos internacionales como el Protocolo de Kyoto y sucesivos.

Es todo un clásico del cine catastrofista, ver un científico enfrentándose a la opinión de políticos desinformados. En este último ejemplo, vemos a Dennis Quaid interpretando a un científico que alertó ante la ONU sobre los riesgos inminentes del cambio climático y tuvo que soportar las réplicas de los negacionistas y escépticos en El día de mañana (Roland Emmerich, 2004).

 

Esperemos poder aprender todas estas lecciones que hemos visto de la gran pantalla…