Abogado del diablo (I) : En defensa del terror moderno

Es hora de ser positivos. Busquemos lo mejor dentro de lo peor. Es el turno de analizar las virtudes que tiene el cine de terror moderno.

Todos odiamos. Odiamos cuando los demás odian. El odio no es aventurero ni solitario, no arriesga ni golpea a ciegas. El odio viene después, cuando sabe que será respaldado, y nos otorga una inconfesable pero satisfactoria sensación de pertenencia. No estamos solos. El cine (y la televisión) no es una excepción. Todos tenemos nuestros odios y desprecios bien definidos, y nos gusta compartirlos, porque seremos escuchados. Porque todos recibiremos un gesto de aprobación cuando digamos que Los Simpsons llevan años sin gracia ni ingenio, cuando afirmemos que el CGI se está cargando al cine de raíz, cuando dictemos que ya no hay nuevas ideas porque todo son remakes y secuelas forzadas y saturadas a nostalgia, cuando expresemos nuestro disgusto porque el cine moderno de terror es horrendo…espera ¿qué? Volvamos a eso un segundo.

Pocos podremos negar que hay una dolorosa verdad en todo ese listado de casos. Ni el Homer de 1993 hace la misma gracia que el de 2018 ni saltamos de alegría cuando vemos anunciado el enésimo remake de El libro de la selva. Pero, ¿estamos siendo justos? Hagamos todos un ejercicio social, que bien nos vendrá para reducir las dosis de bilis. ¿Y si todo no es tan horrible? En esta serie de artículos haré de Abogado del Diablo, por mucho que me juegue el pellejo en ello, para buscar y rebuscar por entre las ovejas negras del cine y la televisión aquellos aspectos positivos, meritorios y hasta admirables de esas obras despreciadas. ¡Alguno habrá! Y quien sabe, quizás al terminar todos acabemos desayunando con tazas de Mr. Wonderful y viendo charlas motivacionales en YouTube.

Hablemos del cine de terror moderno. Y todos sabéis a lo que me refiero con eso. No hablaremos de los Déjame salir, de los It Follows ni de los Babadook. Sí que hay un cine de terror actual que rompe molde y mantiene al género en respiración asistida. Con el «cine de terror moderno» hablamos de aquellos que cada Halloween llenan las salas, aquellos de los malditos jump scares, de los sustos predecibles, de los guión inexistente…vale, había olvidado el objetivo de este artículo. Veamos qué tiene de positivo este cine tan vapuleado por sus vicios, pero tan olvidado por sus aciertos.

Los jump scares funcionan: Le pese a quien le pese, esos estallidos sonoros sin justificación narrativa y esas caras feas repentinas que aparecen en primer plano son una fórmula infalible. Sean más o menos gratuitos, sirven para mantener una tensión efectiva, aumentar el ritmo de nuestras pulsaciones y ahuyentar los bostezos (que también es importante). Sí, se ven venir. Sí, los listos resoplan indignados y ponen los ojos en blanco una vez pasan. Pero el susto te lo llevas. El cine es emoción. ¿O no?

Son una maravillosa introducción al terror: Miedo y terror no son sinónimos. Tal y como se explica aquí, “el miedo, el género bastardo del terror, se basa en asustar, y no en la creación de una tensión insoportable”. El terror, el de cinco estrellas, requiere una adecuación previa, un calentamiento. Es difícil que veas Psicosis sin haber visto Annabelle, que goces con El resplandor sin haber pasado por Insidious, o que explores el terror de otros países (Japón, los países escandinavos), sin haberte comido Paranormal Activity. El cine palomitero sirve. Alcanza a un público masivo y le anima a buscar más.

Hacen familiar al género: Esto hila con lo anterior. El terror, por mucha taquilla que recolecte, sigue cerrando la puerta a una parte importante del público. Es un género, por definición, excluyente; de los que más. Pero una película de miedo al uso, con sus defectos y clichés, acomodan al espectador. Hacen que le pierda miedo al miedo. La maldición de Hill House ha logrado mucho más de lo que se ve a simple vista. Se trata de una obra sencilla pero original, inflada de temas ya vistos, pero con nuevos enfoques y técnicas narrativas. Un terror para todos los públicos. Es sin duda uno de los ejemplos más gozosos de obra-puente, de transición, entre el miedo convencional y el terror más exigente.

Show, don’t tell: Una de las reglas básicas del cine es aquella que establece que se transmite mejor mostrando que contando. Una imagen vale más que mil palabras. A este principio se le da la vuelta en el cine de terror más prestigioso. Es decir, es más efectivo explotar la imaginación del espectador manteniendo oculto al peligro, a la amenaza, empleando la sugestión y la psicología antes que el CGI. De ahí que Tiburón y El proyecto de la bruja de Blair se erigieran como iconos del género. Pero quizá sea saludable que el terror convencional recupere ese show don’t tell para darle forma visible a nuestras pesadillas. Hacer tangible el peligro no tiene nada de despreciable. Y es que, a la hora de penetrar en nuestra mente, la recreación digital de un fantasma puede quitarnos el sueño por las noches más que cualquier cinta de terror psicológico.

El basado en hechos reales también funciona: Acabamos con otro cliché que ha sido machacado por su saturación en pantalla desde que nos alcanza la memoria. Todos sabemos que esa advertencia al comienzo de una película cae ya en saco roto y provoca a veces carcajadas. Es absurdo creer que tantísimas familias felices con perros como mascota hayan sido masacradas en una casa en mitad del campo por una oscura maldición que nadie cree hasta que ya es demasiado tarde. Pero aun así funciona. Nos acerca a la historia. El terror más palomitero tiene la virtud de que consigue que conozcamos a los personajes de una forma fugaz y sencilla. El buscar una dosis de realidad en lo paranormal acentúa ese efecto, aunque sea haciendo cosquillas en nuestro subconsciente.