Martini con Liria (XIII): El terror de no dar miedo

El miedo y el terror son sinónimos, pero no sustitutos. Y en el mundo del cine la confusión y diferencia no es poca entre los dos términos. Usualmente, decimos la frase: «vamos a ver una película de miedo». Y probablemente acertemos, porque es como conocemos hoy día a la pobre evolución del género de terror.

Exempli gratia: una película de miedo es La Monja o Annabelle. Una película de terror es Psicosis o Halloween. ¿La diferencia es la brecha generacional? Para nada. No tiene que ver. Hoy día hay productos como Mindhunter o Godless que heredan las características del terror moderno y lo traducen en un gran logro. El caso es que se ha reinterpretado la noción del género, simplificándolo para el público masivo.

El terror es una membrana, como una cuerda que vibra. Esa cuerda hay que tocarla con cuidado y tempo, parándose a cada escena para analizar si la tensión está excedida o muy sobria. El terror se conforma por una serie de increscendos y descrecendos que, cada vez más acentuados, conforman finalmente una línea ascendente. En el minuto uno de película estábamos en la planta cero del terror y en el final de la cinta nos han subido a la azotea y nos han arrojado al vacío. Es la sensación que nos queda a flor de piel tras visionar una buena película del género.

El terror es probablemente el género más puro e inherente al ser humano. Podremos sentir amor, tristeza, esperanza en ocasiones, pero lo que siempre, siempre anida en nuestros corazones es el miedo. Es un sentimiento eterno que asoma en mayor o menor medida a lo largo de nuestras vidas, pero que no nos dejará de acompañar nunca. Y es precisamente este amor humano por el terror que el esquema de una película bien narrada y estructurada del género se asemeja a un electrocardiograma:

La gráfica de un corazón sano bombeando sangre es absolutamente paralela al esquema estructural de, por ejemplo, la película Halloween (John Carpenter, 1978). Michael Myers aparece desde el primer instante en pantalla y en intervalos casi periódicos sorprende al espectador con su sola presencia, hasta que por fin alimenta su hambre de asesinatos y ocurre el ataque final al personaje de Jamie Lee Curtis y sus amigos.

Se trata, pues, de provocar un aumento de las pulsaciones del espectador. Que la cuerda quede tensa los primeros minutos y luego hacer vibrar cada vez más hasta que simplemente haya que dejarla rebotar. De provocar una escala de tensión en esa membrana para que quede desgarrada por el final de la cinta.  El asistente se habrá dejado llevar hace muchos minutos por el ritmo y casi es mejor dejarlo navegar solo a la deriva del cuchillo del asesino.

En contraparte, el miedo, el género bastardo del terror, se basa en asustar, y no en la creación de una tensión insoportable, la cualidad de su padre. Nos asusta, se retira, nos asusta, se retira. Pero no crea una atmósfera que, primero, justifique el terror y, segundo, nos absorba en la película. Una película de terror es como fumar en una casa con puertas y ventanas cerradas: se respira el hedor del cigarro; mientras que en la casa del miedo la luz entra por todos los resquicios y huele a AmbiPur. El esquema de una película de miedo es simple, orientado a la efectividad para el público general:

La música sube, scarejump y pasamos a otra escena. Otro tópico generado en los últimos años es la tendencia a que las tramas giren en torno a tres elementos: una investigación policial, niños y la oscuridad de la Iglesia. Los últimos guiones son monjas, niños y muñecos poseídos o un policía que sigue unas pistas sospechosas sobre un viejo asesinato. No consiguen huir del foso de CIUDAD CLICHÉ. Pero si entramos en los topicazos del género sí que el artículo dura cuatro botellas de Martini (y media).

Y hablar de ello, sinceramente, me da un miedo increíble.