Complejo de Woody Allen

Un año, del cual no tengo mucho interés en acordarme, tuve un profesor de filosofía. No era como el resto de docentes, casi siempre impolutos y sobresalientes en sus papeles de comandantes estrictos, porque vestía con vaqueros y zapatillas, escuchaba metal y se interesaba por el rumbo que tomarían nuestras vidas al salir de aquella cárcel institucional.  Adoraba el campo y, como advertía sin problemas el efecto que aquellos muros decadentes ejercían sobre nosotros,  en cuanto llegaba la primavera nos hacía trasladar las sillas al patio, donde le escuchábamos hablar sobre el nihilismo bajo los plátanos orientales. En mis noches de insomnio recientes le he vuelto a ver fruncir el ceño al explicar las teorías de Nietzsche y Schopenhauer, mostrándose escéptico al pensamiento de esos hombres que se negaron a ver la vida color de rosa, y también le he vuelto a ver dirigiéndose a mí, a quien sí atraía toda esa negatividad, para decirme que viviendo solo y pensando mucho uno se vuelve huraño, desagradable y, en consecuencia, odiado.

Aquel año también tuve una compañera de clase. El sobresaliente académico personificado. Inteligencia y trabajo duro repartidos por un cuerpo esbelto, cabello fuerte, largo, moreno; ojillos negros y expresivos y sonrisa, siempre esa sonrisa. Ella trataba de coordinar la mano con la que tomaba apuntes como una descosida con el brazo de hacer preguntas mientras yo, recostada en el pupitre de al lado, la observaba embelesada, esperanzada de que, en un despiste, se le escapase una pizca de vitalidad para poder robársela.  Creo que eran esas ganas de vivir, esa fuerza de espíritu, las que despertaban la envidia de los otros alumnos que movidos por el derrotismo más egoísta se habían dado a la droga y a la desidia.  También estoy segura, y es una conclusión a la que he llegado después de los años, de que ese era el motivo por el que mi profesor de filosofía no le quitaba ojo aquella mañana en Portugal.

Michael Murphy, Deane Keaton, Woody Allen y Mariel Hemingway en Manhattan (1979)

No he mencionado que mi compañera bailase, pero lo hacía. Ya lo creo que lo hacía. Era fiel seguidora del folclore andaluz y de todas las tradiciones que, inevitablemente, le son características. Cuando no tenía la cabeza inmersa en los libros de texto, tenía los pies colocados en los estribos, a la espera de que su jaca echase a galopar y, si a mitad de uno de esos caminos que llevan al Rocío le daba al animal por hacer un alto para refrescarse, ella aprovechaba también la ocasión; llenaba su catavino de manzanilla unas cuantas veces y, cuando estaba lo suficientemente a tono, le daba al taconeo y a las palmas hasta caerse redonda.  Pero esa mañana ella, el profesor y yo no estábamos en la aldea rociera que tanto la inspiraba, sino en una playa portuguesa y sobre la arena no había ningún caballo descansando, ni posibilidad alguna por los alrededores de hacernos con unos catavinos. Y aun así ella empezó a bailar. Porque sí, simplemente porque le apeteció.

Todos los que habíamos optado por Portugal como destino ideal para despedirnos del instituto maldecíamos en ese momento la decisión, arropándonos a nosotros mismos como podíamos para burlar al viento del atlántico. Todos menos ella, que pisaba fuerte la orilla al ritmo de sus propias palmas, sin importarle el frío, ni dejándose vencer por el cansancio. Nos miraba intensamente, volvía la cabeza, sonreía al horizonte y se encorvaba para retener el salero, que liberaba segundos después alzando los brazos. A todo esto el filósofo reía, como nunca le vi hacerlo durante los tiempos de docencia en los que coincidimos, aplaudía eufórico y le pedía a ella que no parase. Creo que se había olvidado de su mujer y sus dos hijos, de sus demonios y, por supuesto, de todo el pesimismo de sus colegas Friedrich y Arthur.

Isaac y Tracy en una de sus citas. Manhattan (1979)

Hoy, cuando acudo al cine de ese judío gafotas al que todos tenemos tanto cariño, vuelvo por breves instantes a Portugal, a la cárcel, a mi pesimismo, al ceño fruncido del profesor bajo los plátanos orientales y a la sonrisas que mi compañera le dibujaba sin esfuerzo a la cara de este filósofo mientras yo maldecía y malpensaba en silencio.

En Manhattan (Woody Allen, 1979)   nos presentan a Tracy, una chiquilla de 17 años que está plenamente enamorada de Woody Allen, quien parece no albergar los mismos sentimientos que la menor. Las noches románticas de la pareja suelen limitarse a mirar la tele desde la cama mientras ambos comen comida china.  Sin embargo, a ella no le importa estar anclada en ese microuniverso que es el piso de Allen, que es la mente de Allen,  pues sus sentimientos son claros, puros y juegan un papel primordial entre el conjunto de componentes de su vida. ¿Por qué el personaje de Allen sale con ella-  Siendo evidente, y así se demuestra en la cinta, que la pequeña no puede seguir el ritmo de los dilemas existenciales que lo atormentan-? Ni si quiera él mismo lo sabe al comienzo de la historia  y por eso se enamora de alguien con una mente lo suficientemente compleja como  para dialogar con la suya. Ese alguien es Mary, una periodista que, mire usted por dónde, resulta ser la amante de su mejor amigo. Hasta ahí la sinopsis.

La historia continúa entre las idas y venidas de Allen, los arrebatos conspiranóicos de Mary y la crisis amorosa que sufre el amigo del protagonista. La fotografía es maravillosa, siendo un fiel reflejo de esa Manhattan por la que nuestro director siente verdadera predilección, la banda sonora una delicia y los diálogos, como no, delirantes. Pero no son esos aspectos los que nos ocupan en este momento. Más bien hemos de prestar atención a la escena en la que Allen está tumbado en el sofá de su apartamento, enumerando los motivos por los que le merece la pena seguir viviendo y entre ellos está el rostro de Tracy.

Woody Allen y la joven Mariel Hemingway en Manhattan (1979)

(ALERTA SPOILERS) Es al final de dicha escena cuando el protagonista cae en la cuenta de que no ha sabido valorar el apego de su jovencísima novia y de que el intercambio que ha hecho de dicho apego por la neurosis de Mary no le ha salido rentable. Entonces, al más puro estilo romántico, decide correr a los brazos de Tracy para volver con ella, pero al ir a disculparse se encuentra con que la joven se marcha de Manhattan, dispuesta a cimentar su carrera profesional. En definitiva, mientras Allen ha estado perdiendo el tiempo, envenenándose de las perturbaciones de Mary, Tracy ha estado planteándose su futuro, resolviendo el conflicto entre este y su relación con madurez.  Una niña de diecisiete años tiene una visión más práctica, madura y realista de la vida que  las gentes de Manhattan «que se están creando verdaderos e innecesarios traumas neuróticos para no enfrentarse a problemas universales de más difícil solución.»

Otro caso similar es el de Whatever Works (Woody Allen, 2009). Cómo olvidar el monólogo inicial con el que Boris Yellnikoff – a estas alturas no es necesario explicar por qué este personaje constituye el Álter ego del director – nos explica su catastrófica visión de la vida. Por muchas veces que reproduzcamos esas palabras, reiremos al escucharlas como la primera vez que lo hicimos. Aunque no riamos, no quedaremos impasibles ante tanta contundencia y lucidez.

Melodie St. Ann Celestine embelesada con Boris, Whatever Works (2009)

Boris es un intelectual. Un científico respetado. Leído y con unas preferencias culturales exquisitas. Pero de qué sirven todas esas habilidades si los únicos motivos que le mueven son la superación de sus neurosis – tiene que cantar «felicidades querido Boris» tres veces mientras se lava las manos -, despotricar de todo ser viviente con su colegas y hallar una forma efectiva de suicidio.  Menos mal que llega a su vida la angelical, inocente e ingenua Melodie St. Ann Celestine, una joven del sur que se enamora perdidamente de él. Sin darse cuenta, Boris irá abandonado su encorsetada vida y dejándose llevar, sin quererlo, por el optimismo de Celestine hacia una vida más sana y bohemia.

Evan Rachel Wood en Whatever works (2009)

En estas dos películas el cineasta nos muestra la cara más oscura de la intelectualidad y se ríe de ella, asumiendo que tomársela realmente en serio supone caer en la desgracia total. De 1979, con Manhattan, hasta una fecha mucho más actual, 2009, en la que se rueda Whatever Works, Allen  se niega a caer en el pesimismo al que conduce la lucidez y lo ilumina con la juventud, la lozanía, la inocencia, la belleza. También nos anima indirectamente a, dicho de un modo ordinario, vivir en la mierda de una forma en la que el hedor no nos ahogue por completo, para lo que hemos de ser capaces de salir de nuestro estado de confort y atrevernos a hacer lo que en el fondo siempre quisimos.

Desde luego, esta no es un arma exclusiva del director neoyorquino, pero no se me ocurre ningún otro artista que haya logrado reproducirla con mayor acierto. Ahora vuelvo a echar la vista atrás, a un tiempo en el que yo no me había molestado en intentar comprender a Allen y gracias a él veo más de un significado en la vitalidad de mi compañera y en la mirada embelesada de un profesor  con auténtico complejo de Woody Allen.